lunes, 3 de noviembre de 2008

LA MUERTE EN VENECIA (Novela Corta)


Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a partir de la celebración de su cincuentenario, salió de su casa de la calle del Príncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del año 19... La primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por el difícil y esforzado trabajo de la mañana, que le exigía extrema preocupación, penetración y escrúpulo de su voluntad, el escritor no había podido detener, después de la comida, la vibración interna del impulso creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, según Cicerón, la raíz de la elocuencia. Tampoco había logrado conciliar el sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida que sus fuerzas se gastaban. Por eso, después del té, había salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dándole fuerzas para trabajar luego con fruto.
Principiaba mayo, y, tras unas semanas de frío y humedad, había llegado un verano prematuro. El «Englischer Garten» tenía la claridad de un día de agosto, a pesar de que los árboles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías de la ciudad se inundaban de paseantes y carruajes. En Anmeister, adonde había llegado por senderos cada vez más solitarios, se detuvo un instante para contemplar la animación popular de los merenderos, ante los cuales habían parado algunos coches. Desde allí, y cuando el sol comenzaba ya a ponerse, salió del parque atravesando los campos. Después, sintiéndose cansado, como el cielo amenazase tormenta del lado de Foehring, se quedó junto al Cementerio del Norte esperando el tranvía, que le llevaría de nuevo a la ciudad, en línea recta.
No había nadie, cosa extraña, ni en la parada del tranvía ni en sus alrededores. Ni por la calle de Ungerer, en la cual los rieles solitarios se tendían hacia Schwalimg. Ni por la carretera de Foehring se veía venir coche ninguno. Detrás de las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lápidas y monumentos expuestos a la venta formaban un segundo cementerio, no se movía nada. El bizantino pórtico del cementerio, se erguía silencioso, brillando al resplandor del día expirante. Además de las cruces griegas y de los signos hieráticos pintados en colores claros, se veían en el pórtico inscripciones en letras doradas, ordenadas simétricamente, que se referían a la otra vida, tales como «Entráis en la morada de Dios» o «Que la luz eterna os ilumine». Aschenbach se entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones y dejando que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que estaba penetrada, cuando de pronto, saliendo de su ensueño, advirtió en el pórtico, entre las dos bestias apocalípticas que vigilaban la escalera de piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos una dirección totalmente distinta.
¿Había salido de adentro por la puerta de bronce, o había subido por fuera sin que Aschenbach lo notase? Sin dilucidar profundamente la cuestión, Aschenbach se inclinaba, sin embargo, a lo primero. De mediana estatura, enjuto, lampiño y de nariz muy aplastada, aquel hombre pertenecía al tipo pelirrojo, y su tez era lechosa y llena de pecas. Indudablemente, no podía ser alemán, y el amplio sombrero de fieltro de alas rectas que cubría su cabeza le daba un aspecto exótico de hombre de tierras remotas. Contribuían a darle ese aspecto la mochila sujeta a los hombros por unas correas, un cinturón de cuero amarillo, una capa de montaña, pendiente de su brazo izquierdo, y un bastón con punta de hierro, sobre el cual apoyaba la cadera.
Tenía la cabeza erguida, y en su flaco cuello, saliendo de la camisa deportiva, abierta, se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos inexpresivos, bajo las cejas rojizas, entre las cuales había dos arrugas verticales, enérgicas, que contrastaban singularmente con su nariz aplastada. Así -quizá contribuyera a producir esta impresión el verlo colocado en alto- su gesto tenía algo de dominador, atrevido y violento. Y sea que se tratase de una deformación fisonómica permanente, o que, deslumbrado por el sol crepuscular, hiciese muecas nerviosas, sus labios parecían demasiado cortos, y no llegaban a cerrarse sobre los dientes, que resaltaban blancos y largos, descubiertos hasta las encías.
¿Aschenbach pecaba de indiscreción al observar así al desconocido en forma un tanto distraída y al mismo tiempo inquisitiva? En todo caso, de pronto notó que le devolvía su mirada de un modo tan agresivo, cara a cara, tan abiertamente resuelto a llevar la cosa al último extremo, tan desafiadoramente, que Aschenbach se apartó con una impresión penosa, comenzando a pasear a lo largo de las verjas, decidido a no volver a fijar su atención en aquel hombre. En efecto, minutos después lo había olvidado. Pero, bien porque el aspecto errante del desconocido hubiera impresionado su fantasía, o por obra de cualquier otra influencia física o espiritual, lo cierto es que de pronto advirtió una sorprendente ilusión en su alma, una especie de inquietud aventurera, un ansia juvenil hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tan nuevos o, por lo menos, tan remotos, que se detuvo, con las manos en la espalda y la vista clavada en el suelo, para examinar su estado de ánimo.
Era sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como un verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba a producirle visiones. Su imaginación, que no se había tranquilizado desde las horas del trabajo, cristalizó en la evocación de un ejemplo de las maravillas y espantos de la tierra que quería abarcar en una sola imagen. Veía claramente un paisaje: una comarca tropical cenagosa, bajo un cielo ardiente; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa, una especie de selva primitiva, con islas, pantanos y aguas cenagosas; gigantescas palmeras se alzaban en medio de una vegetación lujuriante, rodeadas de plantas enormes, hinchadas, que crecían en complicado ramaje; árboles extrañamente deformados hundían sus raíces hacia el suelo, entre aguas quietas de verdes reflejos y cubiertas de flores flotantes, de una blancura de leche y grandes como bandejas.
Pájaros exóticos, de largas zancas y picos deformes, se erguían en estúpida inmovilidad mirando de lado, y por entre los troncos nudosos de la espesura de bambú brillaban los ojos de un tigre al acecho... Su corazón comenzó a latir aceleradamente, movido de temor y de oscuras ansias. Al cabo de un rato, se pasó la mano por la frente y continuó su paseo por delante de las marmolerías.
Por lo menos, desde que tuvo a su alcance medios para aprovechar a su antojo las facilidades de comunicación, no había considerado el viaje sino como una medida higiénica, que en ocasiones tuvo que emplear aun contra sus deseos e inclinaciones. Preocupado excesivamente por los problemas que le ofrecía su propio yo, su alma europea, sobrecargada por el impulso creador y con escasa inclinación a dispersarse para sentir la atracción del complejo mundo interior, se había conformado con la idea general que todos nos hacemos de la superficie de la tierra sin apartarnos gran cosa de nuestro círculo, y ni siquiera había intentado nunca salir de Europa. Además, desde que su vida había iniciado el descenso lento, desde que su temor de artista de no acabar su obra, de que llegase su última hora antes de que realizara lo suyo, sin haber producido cuanto en su interior fermentaba, desde que su preocupación creadora había dejado de ser preocupación caprichosa de un instante, su vida exterior se había limitado casi exclusivamente a deslizarse dentro de la hermosa ciudad en que fijara su residencia y a escapar de vez en cuando hacia la recia casa de campo que hizo construir en la montaña, donde pasaba los veranos lluviosos.

En efecto, aquel impulso oscuro que tan inesperada y tardíamente le acometía, fue pronto dominado y reducido a justas proporciones por la razón y por el dominio de sí mismo, adquirido a fuerza de ejercicios.
Se había propuesto llegar, antes de irse al campo, hasta un punto determinado en la obra que entonces le absorbía. El pensamiento de un viaje por el mundo, que por fuerza tendría que ocuparle demasiado tiempo, le parecía cosa absurda contraria a sus planes e indigna de ser tomada en consideración. Sin embargo, comprendía perfectamente la razón de aquellos súbitos deseos. Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberación, de descanso, de olvido. Era el deseo de huir de su obra, del lugar cotidiano, de su labor obstinada, dura y apasionada. Cierto que la amaba y que casi amaba ya también la lucha renovada todos los días, entre su voluntad orgullosa y terca, probada ya muchas veces, y aquel agotamiento creciente que nadie debía sospechar, y del cual no podía quedar en su obra huella alguna. Pero parecía razonable no aumentar demasiado la tensión del arco ni ahogar por capricho un ansia tan vivamente sentida. Pensó en su labor, pensó en aquel pasaje que en todo tiempo había tenido que abandonar, sin que le valiesen su paciente esfuerzo ni sus atrevidos ímpetus. La examinó una vez más, tratando de vencer o desviar el obstáculo, y, con un estremecimiento de impotencia, hubo de confesarse vencido. Lo que le molestaba no era una dificultad insuperable, sino cierta falta de complacencia en su obra, que se le manifestaba como disconformidad. Cierto es que desde joven, la disconformidad había sido para él la íntima naturaleza, la esencia del talento, y que por ello había dominado y enfriado el sentimiento, sabiendo que éste se inclina a satisfacerse con un «poco más o menos» optimista y con una semiperfección.
¿No sería que el sentimiento así dominado se vengaba abandonándole, negándose a animar su arte, anulando de esa manera toda complacencia, todo encanto en la forma y en la expresión? No es que produjese cosas malas; los años le habían traído la ventaja de encontrarse cada vez más dueño y más seguro de su destreza. Pero, mientras la nación rendía acatamiento
a esta maestría, él no estaba satisfecho por ello. Y era como si a su obra le faltase el fervor de esa alegría ágil que, como ninguna otra cualidad, produce el encanto del público. Le temía al veraneo en el campo, solo, en la reducida casa, con la muchacha que le preparaba la comida y el criado que servía la mesa; tenía miedo de las siluetas, conocidas hasta la saciedad, de las cimas y laderas de las montañas, que, como todos los años, serían testigos de su cansancio y su desasosiego. Necesitaba un cambio, una vida imprevista, días ociosos, aire lejano, sangre nueva. Así, el verano sería fecundo y productivo.
Había que emprender, pues, un viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente. Bastaría con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro semanas en una playa cualquiera del Mediodía deleitable...
Así pensaba, mientras el ruido del tranvía iba acercándose por la calle de Angerer. Ya subiendo al vehículo, decidió consagrar la noche al estudio del mapa y de la guía de ferrocarriles. Al encontrarse en la plataforma, se le ocurrió buscar al hombre exótico que había visto hacía algunos instantes, y que había tenido ya cierta trascendencia para él. Pero no pudo verlo, pues aquél no se encontraba ni junto al pórtico ni en la parada ni tampoco en el coche.
II
El autor de la fuerte y luminosa epopeya de Federico II; el paciente artista que había tejido, en obstinada labor, el tapiz novelesco titulado Maía, tan rico en figuras y en el cual se congregaban tantos destinos humanos a la sombra de una idea; el creador de aquella fuerte narración titulada Un miserable., que mostró a toda la juventud la posibilidad de una decisión moral más allá del más profundo conocimiento; el autor también del apasionado ensayo Espíritu y Arte (con esto quedan sucintamente enumeradas las obras de su edad madura), cuya fuerza ordenadora y cuya elocuencia hizo que ciertos críticos autorizados lo colocaran al nivel de la obra de Schiller en el terreno de la poesía ingenua y sentimental, Gustavo Aschenbach había nacido en L., capital de distrito de la provincia de Silesia. Hijo de un alto funcionario judicial, sus ascendientes fueron funcionarios públicos, hombres que habían vivido una vida disciplinaria y sobria, al servicio del Estado y del rey. La espiritualidad de la familia había cristalizado una vez en la persona de un pastor. En la generación precedente, la sangre alemana de sus antepasados se mezcló con la sangre más viva y sensual de la madre del escritor, hija de un director de orquesta bohemio.
De ella provenían los rasgos extranjeros que podían notarse en el aspecto exterior de Aschen-bach.
La combinación de ese espíritu de rectitud profesional con los ímpetus apasionados y oscuros provenientes de su ascendencia materna, habían producido un artista, el artista singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.
Como su naturaleza iba impulsada enteramente hacia la gloria, sin ser un escritor precoz precisamente, pronto apareció ante el público, maduro y formado, gracias a la decisiva y definida personalidad de su genio. Cuando apenas había dejado el gimnasio (1) poseía ya un nombre. Diez años más tarde había aprendido a desempeñar una función desde la mesa de su despacho: la de administrar su gloria manteniendo una correspondencia, que debía ser limitada ( ¡tantos son los que acuden a los favorecidos de la fortuna! ) para ser sustanciosa y digna de su nombre. A los cuarenta años, cansado de los esfuerzos y alternativas de su profesión de escritor, ocupaba ya un puesto entre la intelectualidad mundial, que diariamente le manifestaba su afecto y reconocimiento en todos los países.
Su genio, apartado por igual de lo vulgar y de lo excéntrico, era de la índole más apropiada para conquistar, al mismo tiempo, la admiración del gran público y el interés animador de las minorías selectas. Acostumbrado desde muchacho al esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no había disfrutado nunca del ocio ni conoció la descuidada indolencia de la juventud. A los treinta y cinco años de edad cayó enfermo en Viena. Un fino observador decía por entonces, hablando de él en sociedad: «Aschenbach ha vivido siempre así -y cerraba fuertemente el puño de la mano izquierda-. Nunca así -y dejaba colgar indolentemente la mano abierta.» Esto era exacto, y el valor moral probado por ello era tanto mayor, cuanto que su naturaleza no era robusta ni mucho menos, y no había nacido para ejecutar esfuerzos de suprema tensión.
Su delicada complexión hizo que los médicos le excluyesen durante su niñez de la asistencia a la escuela, por lo cual disfrutó una educación casera. Había crecido así, aislado, sin amigos, dándose cuenta prematuramente de que pertenecía a una generación en la cual escaseaba, si no el talento, sí la base fisiológica que el talento requiere para desarrollarse; a una generación que suele dar muy pronto lo mejor que posee y que rara vez conserva sus facultades actuantes hasta una edad avanzada. Pero su lema favorito fue siempre resistir, y su epopeya de Federico no era sino la exaltación de esta palabra, que le parecía el compendio de toda virtud pasiva. Y deseaba ardientemente llegar a viejo, pues siempre había creído que sólo es verdaderamente grande y realmente digno de estima el artista a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus obras en todas las etapas de la vida humana.
Por eso, como la carga de su talento tenía que ir sobre unos hombros débiles, y como quería llegar lejos, necesitaba una extremada disciplina. Y la disciplina era, por fortuna, una parte de su herencia paterna. A los cuarenta, a los cincuenta años, lo mismo que antes, a la edad en que otros descuidan sus facultades, sueñan y aplazan tranquilamente la ejecución de grandes planes, él comenzaba temprano la jornada cotidiana, dándose una ducha de agua fría, y luego, alumbrándose con un par de velas altas en el candelabro de plata, a solas con su manuscrito, brindaba al arte en dos o tres horas de intenso y concentrado trabajo mental, las fuerzas que había acumulado durante el sueño. Atestigua realmente la victoria de su robustez moral el hecho de que sus desconocidos lectores creyesen que el mundo de su novela Maía, o las figuras épicas entre las que desarrollaba la vida heroica de Federico, procedían de una inspiración súbita y habían sido creados en momentos de extraordinaria fuerza de expresión. Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha de un minucioso trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de inspiraciones breves, y debía la excelsa maestría de la concepción total y de cada uno de los detalles al hecho de que su creador, con tenacidad y energía semejantes a las del héroe que conquistara su provincia natal, supo perseverar años y años bajo la tensión de una misma obra, consagrando a la labor de ejecución, propiamente dicha, sus horas más preciosas e intensas.
Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación. Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos, y creen descubrir innumerables excelencias en una obra, para justificar su admiración por ella, cuando el fundamento íntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama simpatía. Aschenbach había escrito expresamente, en un pasaje poco conocido de sus obras, que casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad corporal, del vicio, de la pasión. Eso era algo más que una observación: era el resultado de una experiencia íntimamente vivida por él, la fórmula de su vida y de su gloria, la clave de su obra. ¿Por qué había de extrañar, entonces, el hecho de que lo más peculiar de las figuras por él creadas tuviera su carácter moral?
Ya desde sus comienzos, un agudo crítico, al hablar del tipo de héroe preferido por As-chenbach, y que dominaba toda su obra, había escrito que «podía imaginarse como un tipo de intrepidez varonil, de inteligencia y juventud, que, poseído de altivo rubor, se yergue, inmóvil, apretando los dientes, mientras su cuerpo sufre traspasado por lanzas y espadas». Esta observación resultaba muy bella, muy ingeniosa y muy exacta, a pesar de la excesiva pasividad atribuida al héroe. Porque la serenidad en medio de la desgracia, y la gracia en medio de la tortura, no son sólo resignación; son también actividad y encierran un triunfo positivo. La figura de san Sebastián es por eso la imagen más bella, si no de todo el arte, por lo menos del arte a que aquí se hace referencia. Así, penetrando en el mundo creado por las obras de Aschenbach, se veía el elegante dominio del autor, el dominio de sí mismo, que esconde hasta el último momento a los ojos del mundo fisiológico. La fealdad amarillenta, que logra convertir en puro resplandor el rescoldo apagado que en su interior alienta y que lega a las cumbres más excelsas del reino de la belleza, es igual a la pálida impotencia, que del fondo ardiente del alma saca las fuerzas suficientes para obligar a un pueblo descreído a arrojarse a los pies de la cruz, a «sus» pies. Nada tienen que hacer con eso la amable apostura al servicio vacío y severo de la forma, la vida artificial y aventurera, el ansia y el arte enervadores del falsificador nato. Considerando estos aspectos y otros semejantes, uno llega a dudar de que haya otro heroísmo que el heroísmo de la debilidad. Y, en todo caso, ¿qué especie de heroísmo podría ser más de nuestro tiempo que éste? Aschenbach era el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta los límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso. Estos hombres abundan en todas partes, son los héroes de la época. Y todos se encontraban reflejados en su obra; se hallaban afirmados, ensalzados, cantados en ella: por eso difundían agradecidos la gloria del autor. Había sido joven y brutal, como la época, y mal aconsejado por ella, había cometido públicamente inconveniencias, poniéndose en ridículo, pecando contra el acto y el buen gusto de palabra y de obra. Pero luego había adquirido aquella dignidad a la cual, según sus propias palabras, tiende espontáneamente todo gran talento, con innato impulso. Podía afirmarse por eso que todo el desarrollo de su personalidad había consistido en ascender hasta esa actitud digna, de manera consciente y tenaz, contra todos los obstáculos de la duda y todos los filos de la ironía.
Las masas burguesas se regocijaban con las figuras acabadas, sin vacilaciones espirituales; pero la juventud apasionada e iconoclasta se siente atraída por lo problemático. Y Aschenbach era problemático después de haber sido todo lo irreverente que puede ser un muchacho.
Sin embargo, parece que un espíritu noble y vigoroso no se acoraza tanto contra nada como contra el encanto amargo, punzante, del conocimiento. Y es lo cierto que la escrupulosa profundidad del joven no tiene casi fuerza cuando se la compara con la decisión inquebrantable del hombre maduro, elevado ya a la categoría de maestro, de negar el saber, de rechazarlo, de dejarlo atrás con la cabeza erguida, siempre que se corra el riesgo de que ello pueda paralizar, desanimar, desvanecer la voluntad, el impulso de acción, el sentimiento y hasta la misma pasión. Su famosa narración titulada Un miserable sólo podía interpretarse como expresión de la repugnancia contra el indecoroso funcionamiento psíquico de la época, simbolizado en la figura de aquel semipícaro estúpido y morboso que busca su tragedia arrojando a su mujer en brazos de un adolescente, por impotencia, por vicio, por veleidad moral, y que cree tener derecho a hacer cosas indignas so pretexto de profundidad de pensamiento. El ímpetu de la frase con que reprobaba lo reprobable que podía haber en él, significaba la superación de toda incertidumbre moral, de toda simpatía con el abismo, la condenación del principio de la compasión, según el cual comprenderlo todo es perdonarlo todo, y lo que aquí se preparaba, y en cierto modo se realizaba ya acabadamente, era aquel Milagro de la inocencia renovada, del que se hablaba un poco más tarde de un modo declarado, pero no sin cierto acento misterioso, en uno de los diálogos del autor. ¡Extrañas asociaciones! ¿Fue consecuencia de ese «renacimiento», de esa nueva dignidad y rigor, el hecho de que se observase, casi por la misma época, el extraordinario vigor de su sentido de la belleza, y se apreciase en él la pureza, sencillez y equilibrio aristocrático de la forma, de esta forma que en adelante prestará a todas sus creaciones un sello tan visible de maestría y clasicismo? Pero la decisión moral, más allá de todo saber, de todo conocimiento disolvente y apático, ¿no significa al mismo tiempo una simplificación moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una propensión al mal, a lo prohibido, a lo moral-mente prohibido? Y la forma, a su vez, ¿no presenta un doble aspecto? ¿No es moral e inmoral a la vez: moral como resultado y expresión del esfuerzo disciplinado, pero amoral, e incluso inmoral, puesto que encierra por naturaleza una indiferencia moral y porque, más aún, aspira esencialmente a humillar lo moral bajo su ceño orgulloso y despótico?
Pero, sea lo que fuere, cada artista tiene su desarrollo peculiar. ¿Cómo no ha de ser diverso el de aquel que va acompañado del aplauso y la confianza de la muchedumbre, junto al de quien pasa sin el brillo y el halago de la gloria? Sólo los bohemios incorregibles encuentran aburrido, y les parece cosa de burla, el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se acostumbre a respetar la dignidad del espíritu y adquiera los hábitos de un aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un aislamiento que le ha deparado el poder y la consideración de las gentes.
Por lo demás, ¡cuánto hay de juego y de placer en la formación de un talento en la soledad!
Con el tiempo, las obras de Gustavo Aschenbach adquirieron cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista. Como Luis XIV, suprimió además toda palabra ordinaria en sus escritos. Por esa época se incluyeron escritos suyos en las Antologías de lectura para uso de las escuelas. Esto estaba en armonía con su evolución. Por eso, al cumplir los cincuenta años, cuando un príncipe alemán que acababa de subir al trono le concedió el título de noble, por ser autor de Federico, él no lo rechazó.
Después de largos años de vida inquieta, después de haber intentado fijar aquí y allá su residencia, se estableció por fin en Munich, donde llevaba una vida de burgués, considerado y respetado. El matrimonio que contrajo en su juventud con una muchacha de familia de profesores no duró mucho tiempo, pues la esposa murió poco después, tras una breve dicha conyugal. Le había quedado una hija, que estaba ya casada. No había tenido ningún hijo varón.
Gustavo von Aschenbach era de estatura poco menos que mediana, más bien moreno, e iba afeitado completamente. Su cabeza no estaba proporcionada a su desmedrado cuerpo. El cabello, peinado hacia atrás, algo escaso en el cráneo y muy abundante y bastante gris en las cejas, servía de marco a una frente amplia. Unos lentes de oro con los cristales al aire oprimían el puente de la nariz, recia, noblemente curvada. La boca era carnosa, tan pronto floja como estrecha y apretada. Las mejillas, flacas y hundidas, y la barba partida, bien formada en suave ondulación. Sobre la cabeza, generalmente inclinada en una postura doliente, parecían haber pasado grandes tormentas. Sin embargo, era sólo el arte lo que había retocado su fisonomía, como sólo suele hacerlo una vida llena de emociones y aventuras. Debajo de aquella frente se habían forjado las frases chispeantes de la conversación entre Voltaire y Federico acerca de la guerra. Aquellos ojos, que miraban cansados tras los cristales de los lentes, habían visto el sangriento horror de los lazaretos de la guerra de los Siete Años. El arte significaba, para quien lo vive, una vida enaltecida; sus dichas son más hondas y desgastan más rápidamente; graba en el rostro de sus servidores las señales de aventuras imaginarias, y el artista, aunque viva exteriormente en un retiro claustral, se siente al fin y al cabo poseído de un refinamiento, un cansancio, y una curiosidad de los nervios, más intensos de los que puede engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.
III
Decidido ya el viaje, algunos asuntos de carácter social y literario retuvieron a Gustavo en Munich durante dos semanas después de aquel paseo. Al fin, un día dio orden de que se le tuviera dispuesta la casa de campo para dentro de cuatro semanas, y una noche, entre mediados y fines de mayo, tomó el tren para Trieste. En dicha ciudad se detuvo sólo veinticuatro horas, embarcándose para Pola a la mañana siguiente.
Lo que buscaba era un mundo exótico, que no tuviera relación alguna con el ambiente habitual, pero que no estuviese muy alejado. Por eso fijó su residencia en una isla del Adriático, famosa desde hacía años y situada no lejos de la costa de Istria. Habitaban la isla campesinos vestidos con andrajos chillones y que hablaban un idioma de sonidos extraños. Desde la orilla del mar veíanse rocas hermosas. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes de clase media austríaca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar, que sólo una playa suave y arenosa proporciona, le hicieron comprender que no había encontrado el lugar que buscaba. Sentía en su interior algo que lo impulsaba hacia lo desconocido. Por eso estudiaba mapas y guías, buscaba por todas partes, hasta que de pronto vio con claridad y evidencia lo que deseaba. Para encontrar rápidamente algo incomparable y de prestigio legendario, ¿adonde tenía que ir? La respuesta era ya fácil. Se había equivocado. ¿Qué hacía allí? Tenía que ir a otra parte. Se apresuró a abandonar su falsa residencia. Semana y media después de su llegada a la isla, en una alborada llena de húmeda niebla, un bote a motor le volvió rápidamente con su equipaje al puerto de guerra austríaco; saltó a tierra, y por una tabla subió inmediatamente a la húmeda cubierta de un pequeño vapor dispuesto para emprender el viaje a Venecia.
Era el barco una vieja cáscara de nuez, sucia y sombría, de nacionalidad italiana. En un camarote iluminado con luz artificial, al que Aschenbach se dirigió tan pronto hubo pisado el barco, acompañado de un marinero sucio y jorobado, que le abrumaba con sus cortesías rutinarias, estaba sentado tras una mesa, con un sombrero inclinado y una colilla de puro en la boca, un hombre de barba puntiaguda, con aspecto de director de circo a la antigua moda, que con los modales desenvueltos del profesional anotó las circunstancias del viajero y le extendió el billete. «¿A Venecia?», dijo repitiendo la contestación de Aschenbach, y extendiendo el brazo para mojar la pluma en el escaso contenido de un tintero ladeado: «A Venecia, primera clase. Muy bien, caballero.» Y escribió con grandes caracteres, echó arenilla azul de una caja sobre lo escrito, la vertió en un cacharro, dobló el papel con sus huesudos y amarillos dedos y se puso a escribir de nuevo murmurando al mismo tiempo: «Un viaje bien elegido. ¡Oh, Venecia! ¡Magnífica ciudad! Ciudad de irresistible atracción para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como por sus actuales encantos.» La rápidez de su gesticulación y su monótona cantilena aturdían y molestaban; parecía que procuraba hacer vacilar al viajero en su resolución de viajar a Venecia. Tomó apresuradamente la moneda que Gustavo le dio para pagar, y, con destreza de croupier, dejó caer la vuelta sobre el paño mugriento que cubría la mesa. « ¡Feliz viaje, caballero! -exclamó haciendo una reverencia teatral-. Ha sido para mí un honor el servirle... ¡Caballeros! », gritó luego alzando la mano con ademán majestuoso, como si el negocio marchase a las mil maravillas, a pesar de que no se aguardaba ya a nadie más. Aschenbach volvió a la cubierta.
Apoyándose con un brazo en la barandilla del barco, se puso a contemplar a las ociosas gentes congregadas en el muelle para mirar a los pasajeros de a bordo. Los de segunda clase, hombres y mujeres, acampaban en cubierta, utilizando como asientos cajas y bultos de ropa. Los de primera clase eran muchachos alegres, miembros de una sociedad de excursionistas, que se habían reunido para hacer un viaje a Italia y que debían de ser dependientes de comercio de Pola. Se los veía satisfechos de sí mismos y de su empresa; charlaban, reían, gozaban con sus propios gestos y ocurrencias, y, apoyados en la barandilla, se burlaban a gritos de las gentes que, con la cartera bajo el brazo, iban entrando en los establecimientos de la calle del puerto, amenazando con sus bastoncitos a los ruidosos excursionistas.
Había un muchacho con un traje de verano amarillo claro, de corte anticuado, una corbata púrpura y un panamá con el ala medianamente levantada, que sobresalía de entre todos los demás por su voz chillona. Pero apenas Aschenbach lo hubo mirado con cierto detenimiento, se dio cuenta, no sin espanto, de que se trataba de un joven falsificado: era un viejo, sin duda alguna. Sus ojos y su boca aparecían circundados de profundas arrugas. El carmín mate de sus mejillas era pintura; el cabello negro que asomaba por debajo del sombrero de paja, aprisionado por una cinta de colores, una peluca; el cuello aparecía decaído y ajado; el enhiesto bigote y la perilla, teñidos; la dentadura amarillenta, que mostraba al reírse, postiza y barata, y sus manos, llenas de anillos, eran manos de viejo. Aschenbach sintió cierto estremecimiento al contemplarlo en comunidad con los amigos. ¿No sabían, no notaban que era viejo, que no le correspondía llevar aquel traje tan claro; no veían que no era uno de los suyos? Se habría dicho que, por la fuerza de la costumbre, lo toleraban sin enterarse de su incompatibilidad, lo trataban como a un igual y respondían sin repugnancia a las palmadas afectuosas que les daba en el hombro. ¿Cómo era posible? Aschenbach se cubrió la frente con las manos y cerró los ojos, irritados a causa de haber dormido poco. Le parecía que todo aquello salía de lo normal, que comenzaba una transmutación ilusoria en torno suyo, que el mundo adquiría un carácter singular, que podía quizá volver a su aspecto normal cerrando un momento los ojos. Pero en aquel instante se sintió dominado por la sensación del vacío, y alzando los ojos con una especie de espanto irracional, advirtió que el pesado y sombrío casco del barco estaba separándose de la orilla. Lentamente iba ensanchándose la estela de agua sucia entre el barco y el muelle, a medida que la máquina arrancaba trabajosamente. Ejecutando una maniobra lentísima, el vapor puso proa a alta mar. Aschenbach fue al lado del timón, donde el jorobado le había abierto una silla de playa; allí lo saludó el capitán, vestido de levita, pero de levita grasienta.
El cielo aparecía gris, y el aire estaba húmedo. El puerto y las islas habían ido quedando atrás, hasta que, de pronto, toda huella de tierra desapareció del neblinoso horizonte. Sobre la cubierta lavada, que no se acababa de secar, caía la carbonilla de la máquina. Al cabo de una hora empezó a llover. Extendieron una lona por encima de la cubierta.

Forrado en su abrigo, con un libro en el regazo, el viejo descansaba, mientras las horas transcurrían inadvertidamente. Había cesado de llover, se retiró la lona de la cubierta. El horizonte se había despejado enteramente. Bajo la cúpula del cielo se extendía en torno al barco el disco inmenso del mar. En el espacio, vacío, sin solución de continuidad, faltaba también la medida del tiempo y flotábase en lo infinito. A manera de extrañas visiones, el viejo repugnante, la barba afilada del taquillera, desfilaban con gestos indecisos y palabras de ensueño ante el espíritu del viajero, hasta que, al cabo, se durmió.
Hacia mediodía, tuvo que bajar al comedor, que tenía la forma de un pasillo, con puertas a los camarotes. Se sentó a la cabecera de la larga mesa. En la otra extremidad, los excursionistas, incluso el viejo, bebían alegremente con el capitán, desde las diez de la mañana. La comida resultó pobre y terminó rápidamente. Luego Aschenbach subió a cubierta para ver cómo estaba el cielo; quizás aclarara del lado de Venecia.
Había hecho esa suposición, pues la ciudad le recibía siempre con tiempo espléndido. Pero el cielo y el mar seguían turbios y grises. De cuando en cuando caía una lluvia neblinosa, y tuvo que aceptar la idea de encontrarse, llegando por ruta marina, con otra Venecia distinta de la que él había conocido cuando la visitó por tierra. Estaba apoyado en un mástil, con la mirada fija en lontananza, esperando ver tierra. Recordaba al poeta melancólico y entusiasta ante quien emergieron en otro tiempo de aquellas aguas las cúpulas y las campanadas de su sueño, repetía algo de lo que entonces había cristalizado en cántico de admiración, de dicha o de tristeza, y conmovido sin esfuerzo por tales sentimientos ahondaba en su corazón ya maduro, para ver si el Destino le reservaba aún nuevos entusiasmos y emociones, o quizás una tardía aventura sentimental.
Así surgió a la derecha la costa plana; el mar comenzó a animarse con botes de pescadores. Apareció la isla de Bader; al dejarla a la izquierda, el barco pasó, acortando la marcha, por el estrecho puerto que lleva el nombre de la isla y se paró en la laguna, frente a unas casuchas pobres y pintorescas, en espera de la falúa del servicio de Sanidad.
Al fin, después de una hora, apareció la falúa. Habían llegado, y no habían llegado; no tenían prisa. Sin embargo, los dominaba la más viva impaciencia. Los excursionistas de Pola se sintieron patriotas, excitados sin duda por las cornetas militares que sonaban por el lado del parque, y sobre cubierta, entusiasmados con el arte, daban vivas a los bersaglieri que hacían ejercicios. Pero era repugnante ver el estado en que su camaradería con la gente joven había puesto al lamentable anciano. Su viejo cerebro no había podido resistir, como en el caso de los jóvenes, los efectos del vino, y aparecía vergonzosamente borracho. Con una mirada estúpida y un pitillo entre los dedos, temblorosos, vacilaba, conservando difícilmente el equilibrio. Como habría caído al primer paso, no se atrevía a moverse del sitio; sin embargo, mostraba una excitación lamentable; asía de las solapas a todo el que se le aproximaba, tartamudeaba, gesticulaba, lanzaba risotadas, alzaba con ademán de necia burla su dedo índice, lleno de anillos, y de un modo equívoco, repugnante, se lamía los labios. As-•chenbach lo miraba con sombrío entrecejo, mientras volvía a adueñarse nuevamente de él la sensación de que el mundo mostraba una inclinación tentadora a deformarse en siluetas singulares y exóticas. Pero no pudo seguir examinando esa sensación, pues la maquinaria volvió a funcionar mientras el barco continuaba su interrumpido viaje por el canal de San Marcos.
Otra vez se presentaba a la vista la magnífica perspectiva, la deslumbradora composición de fantásticos edificios que la república mostraba a los ojos asombrados de los navegantes que llegaban a la ciudad; la graciosa magnificencia del palacio y del Puente de los Suspiros, las columnas con santos y leones, la fachada pomposa del fantástico templo, la puerta y el gran reloj, y comprendió entonces que llegar por tierra a Venecia, bajando en la estación, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio. Había que llegar, pues, en barco a la más inverosímil de las ciudades.
Paró la maquinaria, comenzaron a aproximarse las góndolas, se descolgó la escalerilla y subieron a bordo los empleados de la Aduana a desempeñar su cometido; los pasajeros podían ir desembarcando. Aschenbach dio a entender que deseaba una góndola para trasladarse junto con su equipaje a la estación de los vaporcitos que circulan entre la ciudad y el Lido, pues pensaba tomar habitación a orillas del mar. Poco después, su deseo fue propagándose a gritos por la superficie de la laguna, donde los gondoleros reñían con otros en su dialecto. No podía descender todavía porque estaban bajando su baúl con gran trabajo. Por eso se vio durante unos minutos expuesto, sin escape posible, a la solicitud del repugnante viejo, a quien la borrachera impulsaba a rendir al extranjero los honores de la despedida. «Le deseamos una agradable temporada», tartamudeaba entre tumbos. «Tendremos muy presente su recuerdo. Au revour, excusez y bon-jour, Excelencia.» La boca se le llenó de agua, guiñó los ojos y sacó la lengua con gesto equívoco. «Nuestros respetos -continuó -en la misma forma-, nuestros respetos al pasajero simpático...» De pronto se le fue la dentadura postiza. Aschenbach logró al fin escabullirse... «Al hombre simpático», oía decir a sus espaldas, mientras descendía por la escalera, asido a la cuerda.
¿Quién no experimenta cierto estremecimiento, quién no tiene que luchar contra una secreta opresión al entrar por primera vez, o tras larga ausencia, en una góndola veneciana? La extraña embarcación, que ha llegado hasta nosotros invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso. ¿Y se ha notado que el amplio sillón barnizado de negro es el más blando, más cómodo, más agradable del mundo? Aschenbach se dio cuenta de ello cuando se sentó a los pies del gondolero, junto a su equipaje reunido. Los remeros seguían ri-ñendo rudamente en su dialecto incomprensible, y con gestos amenazadores. Pero el silencio peculiar de la ciudad parecía absorber blandamente sus voces, apaciguándolas y deshaciéndolas en el agua. En el puerto hacía calor. Recibiendo el soplo tibio del siroco, recostado sobre los blandos almohadones, el viajero cerró los ojos para gozar de una languidez tan dulce como desacostumbrada que empezaba a poseerlo. «La travesía será corta -pensaba-. ¡Ojalá durase siempre!» Lentamente, con suave balanceo, iba sustrayéndose al ruido, a la algarabía de las voces.
El silencio se hacía más profundo a medida que avanzaba. No se oía sino el chasquido de los remos en el agua, el ruido sordo de las olas contra la embarcación, que se alzaba negra y alta como una nave guerrera, y el murmullo del gondolero, que murmuraba trabajosamente, con sonidos acentuados por el movimiento rítmico del cuerpo. Aschenbach alzó la vista, y con ligera extrañeza advirtió que la laguna se ampliaba y que la embarcación tomaba rumbo hacia alta mar. Al parecer, no podía entregarse plenamente al descanso, sino que tenía que velar por la ejecución de su voluntad.
-Al embarcadero de vapores -dijo, volviéndose a medias.
El murmullo del marinero cesó; pero no hubo contestación alguna.
-¡Digo que al embarcadero de vapores! -repitió, volviéndose del todo y llevando la vista al rostro del gondolero, que, erguido detrás de él, destacaba su silueta sobre el fondo gris del cielo.
Era un hombre de fisonomía desagradable y hasta brutal, con traje azul de marinero, faja amarilla a la cintura y sombrero de paja deformada, cuyo tejido comenzaba a deshacerse, graciosamente ladeado. Sus facciones, su bigote rubio, retorcido, bajo la nariz corta y respingona, hacían que no pareciese italiano. Aunque de tan escasa corpulencia que no se le hubiera creído apto para su oficio, manejaba con gran vigor los remos, poniendo todo el cuerpo en cada golpe. Por dos veces el esfuerzo hizo que se contrajesen sus labios, descubriendo los blancos dientes. Con las rojizas cejas fruncidas, miró por encima del pasajero, mientras le replicaba en forma decidida y hasta brutal:
-¡Pero usted va al «Lido»!
Aschenbach replicó:
-Sí. Pero sólo he tomado la góndola para que me llevase hasta San Marcos. Quiero utilizar el barquillo.
-No puede usted utilizar el barquillo, caballero.
-¿Por qué no?
-Porque no admite equipaje.
Eso era exacto. Lo recordaba ya Aschenbach, pero calló un momento. Las maneras rudas y groseras del hombre le parecieron insoportables. Por eso replicó:
-Ésa es cuestión mía. Yo dejaré mi equipaje en custodia; regrese.
Hubo un silencio. Seguía el chasquido de los remos y el ruido sordo del agua que azotaba la embarcación. El gondolero comenzó a hablar consigo mismo.
¿Qué haría? A solas en el agua con aquel hombre tan poco tratable y tan rudamente decidido, no encontraba medio alguno para imponer su voluntad. Además, ¿para qué irritarse en vez de seguir indolentemente recostado en la blandura de los almohadones? ¿No había deseado que la travesía durara largo tiempo, que no acabara nunca? Lo más importante, sobre todo, lo más agradablemente delicioso, era dejar que las cosas siguieran su curso. De su asiento, de su sillón, forrado de negro, parecía desprenderse un vaho de indolencia irresistible, y era una delicia inefable sentirse así suavemente arrullado por los remos del terco gondolero que tenía a sus espaldas. La idea de haber caído en manos de un criminal cruzó vagamente por la imaginación de Aschenbach, sin que sus pensamientos se inquietasen en gesto defensivo.
Más desagradable le parecía la posibilidad de ser víctima de una estafa vulgar, de que todo aquello sólo se encaminase a sacarle más dinero. Una especie de sentimiento del deber, o de orgullo, un deseo de prevenirse, lograron hacerle saltar.
-¿Cuánto cobra usted por el viaje?
El gondolero, mirando hacia lo alto, respondió:
-Tendrá usted que pagar lo que cuesta.
El deseo de estafarle era evidente. Aschenbach dijo de un modo maquinal:
-No pagaré nada, absolutamente nada, si no me lleva al sitio que le indiqué.
-Usted quiere ir al «Lido».
-Pero no con usted.
-De nada tiene que quejarse.
«Es cierto -pensó Aschenbach, y se calmó-. Me llevas bien. Aunque hayas pensado sólo en mi dinero y aunque me des con un remo en la cabeza, me habrás llevado bien.»
Pero no aconteció nada de eso. Tuvieron incluso compañía: un bote con músicos ambulantes, hombres y mujeres que cantaban acompañados de guitarras y mandolinas y que iban al lado de la góndola, rompiendo el silencio que reinaba en la superficie del agua con canciones de una poesía para uso de turistas que les producía buenas ganancias. Aschenbach arrojó unas monedas en el sombrero que le presentaban, hecho lo cual los cantores callaron y desaparecieron. Volvió a oírse el murmullo del gondolero, que hablaba, con frases sordas y entrecortadas, consigo mismo.
Llegaron, al fin, en el instante en que salía un vapor con rumbo a la ciudad. Dos guardias •municipales paseaban por la orilla, con las manos a la espalda y el rostro vuelto hacia la laguna. Aschenbach saltó de la góndola apoyándose en aquel viejo que se encuentra en todos los embarcaderos de Venecia con su gancho. Luego, al ver que no tenía monedas pequeñas, se fue por cambio a un hotel próximo a fin de arreglar su cuenta con el gondolero. Le cambiaron en la caja, volvió, encontró su equipaje en el muelle, sobre un carrito; pero góndola y gondolero habían desaparecido.
-Tuvo que marcharse -dijo el viejo del gancho-. Es un mal hombre, un hombre sin licencia, señor. Es el único gondolero que no tiene licencia. Los otros telefonearon aquí. Él vio que le estaban aguardando, y ha tenido que irse.
Aschenbach se encogió de hombros.
-El señor ha hecho el viaje gratis -dijo el viejo tendiéndole el sombrero.
Aschenbach le echó unas monedas, luego dio orden de que condujera su equipaje al «Hotel Bader», y siguió al carrito a lo largo de la brillante avenida de cafés, bazares, flores, hoteles, que atraviesa la isla en diagonal hasta la playa.
Entró en el espacioso hotel por la parte de atrás, atravesando la terraza del jardín, llegando a las oficinas por el pasadizo del vestíbulo. Como había anunciado su llegada, le recibieron con gran amabilidad. Un maitre d'hótel, hombre pequeñito que se deslizaba silenciosamente con finura servil, de bigote negro y levita de corte francés, le acompañó en el ascensor hasta el segundo piso y le mostró su cuarto: una habitación agradable, con el mobiliario de madera de cerezo, con un ramo de flores olorosas sobre una mesilla, y desde cuyas altas ventanas se podía disfrutar de la visión del mar abierto. Cuando se retiró el empleado, Aschenbach se asomó a una de las ventanas, y mientras le llevaban el equipaje y lo acomodaban en la habitación, se puso a contemplar la playa, que a aquella hora estaba casi desierta, y el mar sin sol. Había pleamar. Las olas, bajas y lentas, morían en la orilla con acompasado movimiento.
Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.
De esta manera, el ánimo del viajero sentíase todavía inquieto con las impresiones de la travesía, el repulsivo viejo verde con sus gestos equívocos, el gondolero brutal que se había quedado sin su dinero. Todos estos hechos, sin ofrecer dificultades al entendimiento ni construir materia de cavilación, le parecían de naturaleza extraña. Las contradicciones que tales hechos envolvían, le intranquilizaron. Sin embargo, saludó al mar con los ojos, y su corazón se llenó de alegría al contemplarse tan cerca de Venecia. Finalmente se apartó de la ventana, se aseó, le dio a la doncella algunas órdenes relacionadas con su instalación, y se fue al ascensor, donde un suizo, de uniforme verde, le llevó al piso inferior.
Tomó el té en la terraza, junto al mar; bajó luego, siguiendo a lo largo del muelle un buen trecho en dirección al «Hotel Excelsior». Al retornar, creyó que era ya hora de cambiarse de traje para comer. Lo hizo con parsimonia, con esmero, como siempre, pues estaba habituado a trabajar mientras se arreglaba. Después se encontró un poco antes de la hora, en el hall, donde estaban reunidos algunos huéspedes, desconocidos entre sí, pero en espera común de la comida. Tomó un periódico de la mesa, se arrellanó en un sillón de cuero y se puso a pensar en aquellas personas, que se diferenciaban con ventaja de las de su residencia anterior.
Había allí un ambiente mucho más abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los coloquios a media voz se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje de etiqueta, uniforme de la cortesía, reunía en armoniosa unidad aparente todas las variedades de gentes allí congregadas. Se veían los secos y largos semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niños alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco.
Se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a diecisiete años, quizás, un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario, que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre el aspecto educacional a que obedecía el vestido y el trato que se daba a sus hermanas. El atavío de las tres hermanas, la mayor de las cuales era ya una mujercita formada, no podía ser más sencillo y casto, hasta el extremo de que casi las afeaba. Un traje claustral, uniforme de color gris, bastante largo, mal cortado a propósito, con un cuello blanco planchado como única nota clara, hacía que no fuera posible encontrar nada agradable en sus cuerpos. El cabello, liso y pegado a la cabeza, daba a los rostros una expresión monjil e insustancial.
Aquel atavío era sin duda la obra de una madre que no aplicaba al chico la severidad pedagógica que creía aplicable a las muchachas. Se veía que la existencia del muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se había atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caían en rizos abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la espalda. El traje de marinero inglés, cuyas mangas abombadas se ajustaban hacia abajo oprimiendo las finas muñecas de sus manos infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y bordados, algo de rico y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo veía de medio perfil, sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su zapato de charol, sobre el otro; tenía un codo apoyado en el brazo de su asiento de mimbre, la mejilla caída sobre la mano cerrada, en una actitud de elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecían habituadas sus hermanas. ¿Estaría enfermo? La piel de su cara era blanca como el marfil sobre el dorado oscuro de los rizos que le servían de marco. ¿O era simplemente un hijo único, mimado, en quien un cariño excesivo y caprichoso había producido aquel enervamiento? Aschenbach se inclinaba a creer en lo último. Casi todas las naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas preferencias aristocráticas.
Entretanto, un camarero recorría los pasadizos anunciando en inglés que la comida estaba servida. La concurrencia fue dirigiéndose poco a poco, por la puerta de cristales, al comedor. Pasaban huéspedes retrasados que entraban del vestíbulo o salían del ascensor. Habían comenzado ya a servir la comida, pero los polacos
continuaban en su mesita de mimbre. Aschenbach, cómodamente hundido en un sillón y con el hermoso mancebo ante sus ojos, esperaba también.
La institutriz, una señora pequeña y corpulenta, de cabello rojizo, dio por fin la señal de levantarse. Apartó a un lado la silla y se inclinó cuando una señora alta, vestida de gris claro y adornada con ricas perlas, entraba en el vestíbulo. El aire de aquella mujer era frío y contenido, y el peinado de su cabello, que iba ligeramente espolvoreado, así como la forma de su vestido, atestiguaban aquella sencillez que determina el buen gusto allí donde la religiosidad pasa como parte integrante de la elegancia. Bien podía haber sido ella la esposa de un alto funcionario alemán. Lo único exageradamente lujoso que exhibía eran sus alhajas, de inestimable valor, sus pendientes y su triple collar larguísimo, hecho de perlas grandes como cerezas y de suaves irisaciones.
Los muchachos, que se habían levantado rápidamente, se inclinaron luego para besarle la mano. Ella, la madre, con una sonrisa contenida de su cuidado rostro, pero con cierta expresión de cansancio, miraba por encima de sus cabezas y dirigía a la institutriz algunas palabras en francés. Luego se dirigió al comedor. La siguieron las muchachas, por orden de edades; a continuación, la institutriz y, por último, el muchacho. Por no sé qué razón, este último se volvió antes de penetrar por la puerta de cristales y, como no quedaba en la estancia nadie más, sus singulares ojos soñadores se encontraron con los de Aschenbach que, sumido en la contemplación, con su periódico en las rodillas, seguía al grupo con la mirada.
La escena que acababa de presenciar no tenía nada de particular en los detalles. No habían ido a comer antes de la llegada de la madre; la habían aguardado, para saludarla respetuosamente y para entrar en la sala siguiendo sus hábitos tradicionales. Pero todo esto se había hecho con tanta expresión, con tal acento de disciplina, de sentimiento del deber, de mutuo respeto, que Aschenbach se sintió singularmente conmovido. Aguardó un instante, luego entró, a su vez, en el comedor y pidió una mesa. Con cierto sentimiento de disgusto, comprobó luego que su sitio resultaba muy alejado de la familia polaca.
Durante toda la interminable comida, cansado y, sin embargo, presa de una gran agitación espiritual, Aschenbach caviló sobre cosas serias y hasta trascendentales, reflexionó sobre la misteriosa proporción en que lo normal tenía que conformarse con lo individual para engendrar la belleza humana; pasó después a pensar en problemas generales del arte y de la forma, y acabó comprendiendo que sus pensamientos y conclusiones se parecían a ciertas ficciones del sueño, felices aparentemente y que luego, a la luz de un ánimo sereno, resultan vacías e inútiles. Después de cenar se entretuvo paseando y fumando por el parque, fuertemente aromatizado; luego se acostó temprano y pasó la noche en un sueño continuo y profundo, pero animado por diversas visiones.
El tiempo no mejoró al día siguiente. Soplaba viento de tierra. Bajo el cielo turbio se veía el mar en soñolienta calma, con el horizonte tan alejado de la playa que dejaba libre varias filas de largos bancos de arena. Cuando Aschenbach abrió la ventana, creyó sentir el olor pestilente de la laguna.
De pronto, se encontró dominado por gran desasosiego. E instantes después, pensaba en marcharse. Estando en Venecia, hacía algunos años, tras unas alegres semanas primaverales, había tenido que soportar un tiempo tan malo como aquél. Le hizo tanto daño, que se vio obligado a marcharse apresuradamente. ¿No volvía a sentir, igual que entonces, la febril inquietud, la opresión de las sienes, el peso de los párpados? Cambiar otra vez de residencia sería molesto. Pero, si no cambiaba el viento, no podía permanecer allí. Por precaución, no deshizo todo el equipaje. A las nueve se desayunó en la salita que se encontraba entre el vestíbulo y el comedor.
En el edificio entero reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles.
Los camareros caminaban silenciosamente. Todo lo que se oía era el tintineo de los servicios de té y algunas palabras a media voz. En un rincón, al lado opuesto de la puerta y dos mesillas más allá de la suya, Aschenbach advirtió a las muchachas polacas con su institutriz. Muy tiesas, con el cabello rubio pegado y los ojos enrojecidos, con vestidos azules de cuellos y puños planchados, muy estrechos, se las veía sentadas, alargándose unas a otras un tarro de conservas. Ya casi habían acabado el desayuno. Faltaba el muchacho.
Aschenbach sonreía: «¡Mi joven amigo! -pensó-. Parece que gozas del privilegio de dormir hasta cuando quieras.» Y sintiéndose de pronto muy contento, recordó silenciosamente el verso:
«Atavío variado, baños calientes y reposo»
Se desayunó tranquilamente, recibió el correo de manos del portero, que entró con la galoneada gorra en la mano y fumando un pitillo.
Leyó un par de cartas. De esa manera fue como pudo presenciar todavía la entrada del dormilón, a quien sus hermanas aguardaban.
Entró por la puerta de cristales y atravesó en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta la mesa de sus hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto como en el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba ligeramente, con altanería y suavidad al propio tiempo, y su encanto aumentaba en virtud del pudor infantil, que por dos veces le obligó a bajar los ojos cuando miró en torno suyo. Sonriente, y hablando a media voz en su lenguaje sonoro y blando, saludó y se sentó. Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del niño. Llevaba una blusa ligera, de tela con listas azules y blancas, atada con una cinta de seda roja por encima del pecho y cerrada arriba por medio de un sencillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba muy elegantemente con el traje, descansaba de manera incomparablemente encantadora la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros, con sus cejas finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco de sus cabellos.
«¡Muy bien!», se dijo Aschenbach con esa fina destreza profesional con que a veces los artistas disfrazan el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de arte. Luego pensó: «Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras.»
A continuación se levantó y atravesando el vestíbulo entre las atenciones del personal, bajó a la gran terraza y se dirigió rectamente a la parte de playa destinada a los huéspedes del hotel. Hizo que un viejo bañero, descalzo, con pantalones de lienzo, blusa de marinero y sombrero de paja, le señalase la caseta; le ordenó que sacara al aire libre la mesa y asiento, y se arrellanó en la silla de tijera, que arrastró hasta el borde del agua por la arena amarillenta.
El cuadro que a sus ojos ofrecía la playa, la visión de aquellas gentes civilizadas, que gozaban sensualmente en medio de los elementos, le satisfizo y entretuvo como nunca. El mar, gris y sereno, estaba ya animado por niños que corrían descalzos por el agua, de nadadores de abigarradas figuras, que, con los brazos detrás de la cabeza, estaban tendidos sobre la arena. Otros remaban en pequeños botes sin quilla y pintados de encarnado y azul, y reían con alborozo.
Junto a la tensa cuerda del balneario, en cuyas plataformas uno se sentía como sobre una terraza, había movimiento alborozado e indolente reposo, saludos y charlas, elegancia matinal, todo mezclado con las desnudeces, que se aprovechan osadamente de las libertades del lugar. Por la orilla paseaban algunas personas envueltas en blancas capas de baño. Hacia la derecha había una montaña de arena con múltiples derivaciones, construida por los chiquillos y adornada con banderitas de todos los países. Los vendedores de mariscos, pasteles y frutas extendían sus mercancías arrodillados en el suelo. Hacia la izquierda, ante una de las casetas un tanto apartadas de la mayoría, y en las que por aquel lado terminaba la playa, había acampado una familia rusa. Caballeros con luengas barbas y grandes dientes, mujeres indolentes, una señorita del Báltico que, sentada ante un caballete, pintaba el mar, gesticulando de vez en cuando desesperadamente; dos niños feos y apacibles; una criada, con una cofia y serviles actitudes de esclava. Allí estaban gozando, agradecidos, del mar y del reposo; llamaban sin cesar, a gritos, a los chiquillos, que jugaban sin hacerles caso; bromeaban, empleando algunas palabras italianas, con el viejo humorista, a quien compraban golosinas; se besaban unos a otros en las mejillas, sin que les preocuparan en lo más mínimo los observadores alrededor.
«Me quedaré», pensaba Aschenbach. ¿Dónde podría estar mejor? Y con las manos dobladas sobre sus rodillas, dejaba que sus ojos se perdiesen en la monótona inmensidad del mar. Amaba el mar por razones profundas: por el ansia de reposo del artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de figuras que se le presentan en el seno de lo simple e inmenso; por una tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno; a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección? Mas, mientras cavilaba perdido así en lo infinito, la horizontal del mar se vio de pronto cortada por una figura humana, y recogiéndose en lo concreto de su mirada sumida en lo indefinido, vio al muchacho, que, viniendo de la izquierda, pasaba ante él. Marchaba descalzo, dispuesto a corretear por el agua; las esbeltas piernas aparecían desnudas, hasta al rodilla, y caminaba lentamente, pero con ligereza y aplomo, como si estuviese habituado a andar sin zapatos; su mirada buscaba las casetas del lado izquierdo, pero apenas hubo advertido a la familia rusa, que gozaba tranquilamente de las delicias del día, apareció sobre su rostro una tormenta de colérico desprecio. Su frente se oscureció, se contrajeron sus labios en una expresión de rabia y frunció de tal modo las cejas, que sus ojos,
Centelleantes de algo oscuro y maligno, aparecieron hundidos. Bajó luego la vista y volvió a mirar amenazadoramente. Poco después se encogió de hombros con un ademán de violento desprecio y volvió la espalda al enemigo.
Un sentimiento delicado, en el que había un poco de respeto y un poco de vergüenza, movió a Aschenbach a volverse fingiendo no haber visto nada; pues a su temperamento circunspecto repugnaba explotar, ni aun consigo mismo, esa clase de explosiones pasionales como la que casualmente había descubierto. Se había regocijado y atemorizado al mismo tiempo, y se sentía dichosamente conmovido. Al fanatismo infantil, dirigido contra el cuadro más apacible de vida, mostraba el poco valor de lo divino en las relaciones humanas; hacía que una visión de vida, reposada y feliz, despertase pasiones revueltas, prestando a la bella figura del adolescente una exaltación que hacía tomarle más en serio de lo que sus años representaban.
Con la cabeza vuelta aún del otro lado, Aschenbach escuchaba la voz del muchacho, una voz clara, un poco débil, con la cual saludaba desde lejos, a gritos, a los compañeros que jugaban en la montaña de arena. Al oír la voz respondieron gritándole varias veces su nombre, o un diminutivo de su nombre. Aschenbach atendía con cierta curiosidad, sin poder atrapar más que dos sílabas melódicas, que sonaban como «Adgio», y con más frecuencia «Ad-gin», terminando en una n prolongada. El sonido era agradable, le halló adecuado por su eufonía al objeto que designaba, lo repitió para sí y, satisfecho, volvió a sus cartas y papeles.
Con su cartera de viaje sobre las rodillas, empezó a contestar su correspondencia, con estilográfica. Pero después de un cuarto de hora, encontró que era lastimoso abandonar en espíritu la expectación más agradable que conocía y echarla a perder con una actividad indiferente. Dejó a un lado sus útiles de escribir, y volvió a mirar al mar. Poco tiempo después, atraído por la algarabía de los chicos que jugaban con montones de arena, volvió la cabeza hacia la derecha, apoyándola cómodamente en el respaldo de su silla, para contemplar lo que hacía Adgio.
Pudo verlo al lanzar la primera mirada. La cinta roja de su pecho flotaba sin escaparse. Ocupado con otros niños en colocar una tabla vieja como puente sobre el foso húmedo de la montaña de arena, daba órdenes con gritos y movimientos de cabeza. Serían unos diez compañeros, chicos y chicas, algunos de su misma edad y otros, más pequeños, que hablaban en francés, en polaco y también en idiomas balcánicos. Pero el nombre más repetido era el de Adgio. Sin duda lo querían, lo admiraban todos. Especialmente uno de ellos, polaco también, robusto y fuerte, llamado algo así como «Saschu», con el cabello negro, engomado, parecía ser su más íntimo amigo y vasallo sumiso. Cuando el trabajo de la montaña de arena estuvo terminado, se fueron todos abrazados, playa adelante, y el llamado Saschu besó al hermoso Adgio.
Aschenbach se sintió tentado de amenazarle con el dedo. «Mas a ti, Cristóbulo, te aconsejo -pensó sonriendo-, que te vayas un año a viajar. Pues eso necesitas, por lo menos, si quieres curar.» Y luego se comió con delicia unos fresones maduros que compró a uno de los vendedores ambulantes. Hacía calor, a pesar de que el sol no lograba atravesar las nubes que cubrían el cielo. El espíritu se sentía invadido por una gran indolencia, y los sentidos penetrados por el encanto infinito y adormecedor del mar. A un hombre de la seriedad de Aschenbach le pareció en aquel momento una ocupación apropiada y suficiente adivinar, investigar qué nombre podía ser el que sonaba algo así como «Adgio». Con ayuda de algunos recuerdos, pensó que debía de ser «Tadrio», diminutivo de «Tadeum» y que se pronunciaba «Tadrín».
Tadrio había ido a bañarse. Aschenbach, que lo había perdido de vista, descubrió al fin su cabeza y su brazo extendido, allá lejos, en el mar, pues el mar parecía ser llano hasta muy afuera. Pero, sin duda, se cuidaban ya de él.
De pronto empezaron a oírse en la playa voces de mujeres que le llamaban, que gritaban su nombre, un nombre que dominaba la playa casi como una solución, y que con sus sonidos suaves y la n prolongada del final tenía al mismo tiempo algo de dulce y de estridente.
-¡Tadrín! ¡Tadrín!
Él se volvió entonces hacia la playa, corriendo, haciendo saltar el agua en espuma al levantar las piernas, con la cabeza echada hacia atrás. La visión de aquella figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le producía evocaciones místicas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses. Aschenbach escuchaba con los ojos cerrados aquel canto que renovaba en su interior, y pensó, una vez más, que allí se encontraba bien y que se quedaría.
Más tarde, Tadrio estaba tumbado en la arena descansando del baño, envuelto en su sábana, abierta por su hombro derecho, y con la cabeza descansando en el brazo desnudo. Aunque Aschenbach no lo miraba, sino que leía unas páginas en su libro, no se olvidaba de que estaba allí y sabía que sólo necesitaba tornar ligeramente la cabeza hacia la derecha para contemplar lo más admirable del mundo. Casi estuvo convencido de que su misión era velar por el muchacho, en lugar de ocuparse en sus propios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espíritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmovía su corazón.
Ya hacia el mediodía abandonó la playa, regresó al hotel y subió en ascensor a la habitación. Allí permaneció largo tiempo ante el espejo, contemplando su agrisado cabello, su cansado rostro, de facciones afiladas. En aquel momento pensó en la gloria y en que por la calle le conocían muchos y lo contemplaban con respeto y admiración, todo a causa de su voluntad certera y coronada de gracia; evocó todos los éxitos anteriores de su talento que se le ocurrieron, y hasta pensó en su título de nobleza. Luego bajó al comedor y comió en su mesita. Cuando, al terminar la comida, tomó el ascensor, entró en él mucha gente joven que venía igualmente del comedor, y entre ellos, Tadrio. Estaba muy cerca de Aschenbach, por primera vez; tan cerca, que podía verlo, no a distancia, como en los cuadros, sino observándolo de cerca en sus menores detalles humanos. Alguien le había hablado, y él le respondía con una sonrisa de indescriptible simpatía; pero ya salía, bajando los ojos, en el primer piso: «La belleza nos hace vergonzosos», se dijo Aschenbach, poniéndose a pensar en el motivo de ello. Sin embargo, había notado que los dientes de Tadrio dejaban que desear; eran algo pálidos, sin ese esmalte brillante propio de la salud, y de una transparencia inquietante, como ocurre a veces por causa de la anemia.
«Es muy frágil, es enfermizo. No llegará a viejo», pensó Aschenbach, y renunció a analizar un sentimiento de satisfacción o intranquilidad que acompañaba a tal idea.
Pasó dos horas en su habitación, y luego se embarcó en el pequeño vapor para tornar hacia Venecia a través del olor pútrido de la laguna. Se apeó en San Marcos, tomó té en la plaza, y luego, cumpliendo su programa, fue a dar un paseo por las calles. El paseo hubo de trastornar completamente la situación de su ánimo, alterando sus planes.
Un calor bochornoso caía sobre las callejas; el aire era denso, y los olores que salían de las casas, tiendas y cocinas, olor de aceite, nubes de perfume y otras emanaciones, yacían apelotonados, sin dispersarse. El humo del tabaco se quedaba como cuajado, y sólo poco a poco se iba deshaciendo. La multitud de gente que se atropellaba en la estrechez de las calles, molestaba al paseante en vez de entretenerle. A medida que transcurría el tiempo, se adueñaba de él, progresivamente, el estado lamentable que el siroco, combinado con el aire del mar, puede producir, y que es excitación y desfallecimiento al mismo tiempo. Transpiraba copiosamente, los ojos querían cerrársele, sentía el pecho oprimido, tenía fiebre, la sangre palpitaba sensiblemente en sus sienes. Cruzando algunas calles, huyó de los barrios comerciales, donde el gentío se apretujaba, hacia los barrios pobres. Allí viose asaltado por una nube de mendigos, mientras los olores pútridos de los canales le cortaban la respiración. En un lugar tranquilo, en uno de esos sitios olvidados, y graciosamente pintorescos que se encuentran en el exterior de Venecia, al borde de un brocal, se sentó para descansar, se secó la frente y comprendió que debía marcharse.
Por segunda vez, y ya definitivamente, comprobó que Venecia le sentaba muy mal con aquel tiempo. Le pareció absurdo obstinarse tercamente en permanecer allí cuando las probabilidades de que el viento cambiase eran muy inseguras. Era preciso decidirse al vuelo. Volver a casa no era posible. No tenía dispuestas ni sus habitaciones de verano ni de invierno para ir allá. Pero Venecia no era el único sitio donde había mar y playa; podía encontrarlos en otros sitios, sin el lamentable complemento de la laguna y de las emanaciones, que le producían fiebre. Recordó una playa pequeña cerca de Trieste, que le habían ponderado mucho. ¿Por qué no irse allá? Caso de hacerlo, tenía que ser sin retraso, para que valiera la pena cambiar otra vez de residencia. Se decidió, y se puso en pie.

En el primer embarcadero que pudo encontrar, tomó una góndola y dio la orden de que le llevasen a San Marcos. La embarcación fue deslizándose en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones, doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas. Le costó trabajo llegar a su destino, pues el gondolero que trabajaba en combinación con fábricas de encajes y vidrios, trataba de desembarcarle a cada paso para que entrase a ver las tiendas y comprara. Si era, pues, verdad que la fantástica travesía por las lagunas de Venecia comenzaba a ejercer su encanto sobre él, aquel espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo.
De nuevo en el hotel, advirtió que circunstancias imprevistas le obligaban a marcharse a la mañana siguiente, temprano.
Le expresaron su pesar y le dieron la cuenta. Cenó y pasó la tibia velada leyendo periódicos en una mecedora de la terraza trasera. Antes de acostarse dispuso debidamente su equipaje.
No pudo dormir gran cosa, pues la proximidad del viaje le inquietaba. Cuando, de madrugada, abrió la ventana, el cielo seguía nublado, pero el aire parecía más fresco. Entonces comenzó a arrepentirse de sus propósitos. ¿No habría sido su decisión demasiado apresurada y errónea, obra de un estado febril? Si no hubiera avisado en el hotel, si con menos prisa hubiera esperado un cambio del tiempo, en vez de una mañana de quehaceres y preocupaciones, le aguardaría el goce tranquilo del día anterior en la playa. Pero era demasiado tarde, y se veía forzado a seguir queriendo lo que la víspera había querido. Se vistió, y a las ocho bajó en el ascensor para tomar el desayuno.
Cuando entró, el pequeño comedor estaba solitario. Mientras esperaba sentado que le sirviesen lo que había pedido, empezaron a entrar algunos huéspedes. Con la taza de té pegada a los labios, vio llegar a las muchachas polacas con su institutriz. Rígidas y frescas, con los ojos enrojecidos, se sentaron a su mesa de la esquina de la ventana. Un instante después se acercó a Aschenbach el portero, con la gorra en la mano, a comunicarle que había llegado el momento de partir. El automóvil esperaba para llevarle a él y a otros huéspedes al «Hotel Ex-celsior», punto desde donde la canoa-automóvil llevaría a los señores a la estación por el canal privado de la Compañía. El tiempo apremiaba.
Aschenbach respondió que no era del mismo parecer. Faltaba más de una hora para la salida del tren. Protestó contra la costumbre de los hoteles de echar a los viajeros antes de tiempo, y dijo al portero que deseaba tomar tranquilamente su desayuno. El empleado se retiró de mala gana, para reaparecer después de cinco minutos. Era imposible que el automóvil esperase más tiempo. «Pues que se vaya con mi baúl», replicó Aschenbach, irritado. Él tomaría, a su hora, el vaporcito público, y rogaba que le dejasen tranquilo. El empleado se inclinó. Aschenbach, satisfecho ya, terminó, sin apresurarse, el desayuno, y hasta pidió un periódico al camarero. Cuando se levantó finalmente, sólo le quedaba el tiempo justo. Y ocurrió que al mismo tiempo entraba Tadrio por la puerta de cristales.
Al cruzar, buscando a los suyos, tropezó con Aschenbach, que salía; bajó modestamente los ojos ante el hombre de cabellos grises y amplia frente para volver a levantarlos luego, con su manera dulce y amable, sin detener su marcha. « ¡Adiós, Tadrio! -pensó Aschenbach-. Poco tiempo ha durado nuestro conocimiento.» Y murmurando, contra su costumbre, dijo a media voz:
- ¡Dios te bendiga!
Poco después hizo los últimos preparativos, repartió propinas, fue atendido por el suave maítre d'hótel, con su levita francesa, y abandonó el hotel a pie, como había llegado. Le seguía el mozo del hotel, que llevaba su equipaje de mano, atravesando la avenida Florida, que cruzaba de sesgo la isla para dirigirse al embarcadero. Llegó, tomó asiento y... lo que vino después fue un calvario por todas las profundidades del arrepentimiento.
La travesía conocida iba por la laguna, pasando por delante de San Marcos y subiendo luego por el Gran Canal. Aschenbach estaba sentado cerca de proa, en el banco circular, con un brazo extendido en la barandilla, y haciéndose sombra sobre los ojos con la otra mano. Quedaron atrás los jardines públicos, y la Piaz-zeta se abrió una vez más ante sus ojos en su magnificencia principesca. Al llegar a la gran serie de palacios, aparecieron tras un recodo del canal los arcos majestuosos de mármol de Rialto. El viajero contemplaba toda la belleza que desfilaba ante sus ojos, y se le oprimía el corazón. Respiraba, en aspiraciones profundas y espiraciones dolorosas, la atmósfera de la ciudad, aquel olor ligeramente putrefacto, de mar y de pantano, que el día anterior había querido abandonar con tanta urgencia. ¿Era posible que no hubiera sabido, que no hubiera considerado hasta qué punto su corazón estaba ligado a todo aquello? Lo que por la mañana era un sentimiento vago, una leve duda, tornose ya en angustia, en dolor efectivo y punzante, en tribulación tan grande para su alma, que varias veces asomaron lágrimas a sus ojos, en forma completamente extraña.
Aquello que más doloroso le resultaba, aquello que a veces le parecía absolutamente insoportable, era sin duda el pensamiento de que ya no volvería a Venecia, de que se despedía de ella para siempre. Porque después de haber comprobado por segunda vez que la ciudad era nociva para su salud, después, de haberse visto obligado por segunda vez a abandonarla de repente, tendría que considerarla como una residencia prohibida, insoportable. Insensato sería probar fortuna una vez más.
Sabía ya que, de irse en aquel instante, la vergüenza y el amor propio le impedirían volver a la amada ciudad, ante la cual había fracasado por dos veces su resistencia física. La lucha entre la apetencia espiritual y la incapacidad física le pareció de pronto grave e importantísima a aquel hombre que empezaba a envejecer. Y su derrota corporal le resultó tan lamentable, y tan vergonzoso haber cedido sin dificultad alguna, que no quiso comprender la razón por la cual había podido entregarse y someterse el día anterior sin lucha seria.
Mientras tanto, el vapor se aproximaba a la estación, y su dolor y su desconcierto aumentaban hasta darle vértigos. La partida parecía imposible, y no menos imposible el regreso. Entró en la estación completamente deshecho. Era muy tarde; no podía perder un momento si deseaba tomar el tren. Quería y no quería. Sin embargo, el tiempo apremiaba y lo empujaba hacia delante. Se apresuró a comprar su pasaje, y buscó entre el tumulto al empleado del hotel. Finalmente el hombre apareció y anunció que el baúl ya estaba facturado.
-¿Ya facturado?
-Sí, para Como.
-¿Para Como?
Y después de una sucesión apresurada de preguntas coléricas y de perplejas respuestas, resultó que el baúl había sido enviado, junto con el equipaje de otros pasajeros, desde el «Hotel Excelsior», hacia una dirección totalmente equivocada.
Aschenbach no podía conservar la única actitud que tales circunstancias requerían. Una alegría de aventura, un goce increíble sacudía casi convulsivamente su pecho. El empleado se precipitó a rescatar el baúl, pero luego volvió sin haber conseguido nada. Aschenbach declaró entonces que sin su equipaje no estaba dispuesto a marcharse, y que prefería volver para esperar en el hotel el retorno del baúl. Preguntó si la canoa-automóvil de la Compañía estaba lista. Y se fue a la ventanilla, donde le devolvieron el precio del billete. Aseguró que telegrafiaría, que haría todo lo posible para recuperar el baúl rápidamente. De esa manera s.u-cedió el extraño acontecimiento de que el viajero, a los cinco minutos de su llegada a la estación, volvió a encontrarse en el Gran Canal, en viaje de regreso al Lido.
¡Aventura increíble, vergonzosa y cómica, como cosa de pesadilla! ¡Los lugares de los cuales acababa de despedirse para siempre, con el corazón oprimido, estaban ante su vista otra vez por obra del Destino caprichoso, que acababa de brindarle una de sus jugarretas! El pequeño y rápido barco se deslizaba alegremente haciendo espuma y esquivaba, al pasar, góndolas y vapores, mientras su único pasajero disimulaba bajo la máscara de resignación, la excitación gozosa y sorprendida de un muchacho de vacaciones. En su pecho pugnaba por estallar, de tiempo en tiempo, la risa que su desgraciado accidente le producía; un accidente que no hubiera podido suceder más oportunamente a un escolar desaplicado. Habría que dar explicaciones; iba pensando que se encontraría con caras asombradas, y luego, todo arreglado. Se había evitado una desgracia, se había rectificado un grave error, y todo lo que había creído dejar a sus. espaldas definitivamente volvía a aparecer ante sus ojos. Era suyo por todo el tiempo que deseara. Por lo demás, ¿le engañaba la rapidez del barco, o venía realmente del lado del mar aquel viento brusco?
Las olas azotaban el estrecho canal abierto en la isla hasta llegar al «Hotel Excelsior». Un ómnibus que esperaba allí condujo a Aschenbach, por la orilla del mar rizado, directamente hasta el «Hotel Bader». El pequeño maitre bajó la escalera para saludarle.
Con ligero mimo lamentó el accidente calificándolo de extraordinariamente sensible para él y para el establecimiento. Luego aprobó, lleno de convicción, el designio de Aschenbach de aguardar allí su baúl. Su habitación estaba ya ocupada; pero tenía a su disposición otra que no era peor que aquélla.
-Pas de chance, Monsieur -dijo sonriente el suizo del ascensor mientras subían.
Así fue cómo el fugitivo volvió a instalarse en una habitación que, en cuanto a situación y comodidades, era casi enteramente igual a la anterior.
Fatigado, atolondrado por la agitación de aquella mañana singular, tan pronto como hubo distribuido en la habitación el contenido de su maleta, se sentó en una butaca, dejando la ventana abierta. El mar había tomado un tono verde pálido; el aire parecía más fino y más limpio, y la playa, con sus casetas y sus botes, tenía más color, a pesar de que el cielo continuaba gris. Aschenbach, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, miraba hacia el exterior, satisfecho de volver a verse allí, moviendo tristemente la cabeza y pensando en su indecisión, en su desconocimiento de sus propios deseos. Así estuvo sentado, descansando y pensando sin objeto fijo, durante una hora.
Hacia mediodía divisó a Tadrio, el cual, con su traje listado, volvía desde el mar al hotel. Aschenbach lo reconoció en seguida desde su altura, antes de verlo propiamente con sus ojos, e iba a decir algo así como un saludo cordial, un « ¡Tadrio, aquí estás tú también otra vez! », pero al mismo tiempo sintió que el saludo ligero se velaba callando ante la verdad; sintió el entusiasmo que encendía su sangre, la alegría, el dolor de su alma, y se dio cuenta de que la despedida le había resultado tan dolorosa sólo a causa de Tadrio.
Sentado e invisible en su sitio, se consideraba altísimo a sí mismo en silencio. Sus rasgos se habían reanimado: se enarcaban sus cejas y su boca se dilataba en una sonrisa atenta que expresaba goce espiritual. Después levantó la cabeza, y sus dos brazos, que colgaban indolentemente de los brazos de la butaca, hicieron un movimiento giratorio y de ascenso, lentamente, con las palmas de las manos vueltas hacia delante, como si insinuaran un abrazo. Fue un ademán de bienvenida; un gesto alegre y lánguido, lleno de indeciso placer.
IV
Un día y otro día, el dios de ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del cálido estío los espacios, del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo el azul encendido de éter se extendían, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que ofrecían, parábanse las horas, de la mañana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque esparcían su perfume penetrante, mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo del mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas noches traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de las infinitas posibilidades que podría ofrecer.
El huésped, a quien un oportuno fracaso había detenido allí, al recobrar su equipaje no pensó, ni mucho menos, en una nueva partida.
Durante dos días había tenido que privarse de algunas cosas, viéndose obligado a comer en el gran comedor en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareció en su cuarto, lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y cajones con sus cosas, enteramente decidido a quedarse por un tiempo indefinido, satisfecho de poder caminar por la playa con su traje de seda y de presentarse de etiqueta en el comedor.
La agradable monotonía de aquella existencia lo hechizaba en su encanto; la dulzura suave y luminosa de aquella existencia se había adueñado rápidamente de él. Y, en efecto, ¿qué delicia mejor que aquella vida que unía los encantos de una playa meridional confortable a la cercanía de la estupenda y maravillosa ciudad? Aschenbach no gustaba del placer. Siempre que había vivido sus vacaciones, marchando en busca de reposo y días sonrientes, especialmente siendo más joven, había sentido en seguida la nostalgia inquieta del trabajo, del sagrado esfuerzo de su disciplinada labor cotidiana. Sólo aquel lugar ejercía sobre él una influencia sosegadora, distendía su voluntad y le tornaba dichoso. Muchas veces, por la mañana, descansando a la sombra de la lona extendida ante su caseta, solía abandonarse a un delicioso ensueño, mientras contemplaba el azul del cielo del mar meridional, o también, durante las noches tibias, arrellanado en los almohadones de la góndola que le conducía, bajo la amplia bóveda del cielo, desde la plaza de San Marcos, donde pasaba largos ratos, hasta el Lido. Y mientras iban alejándose las abigarradas luces de la ciudad y los melancólicos acordes de las serenatas, pensaba en su casa de montaña, el hogar de su esfuerzo estival; evocaba las nubes que cruzaban bajas, las tormentas espantables que por la noche apagan las luces de las casas y los cuervos que huían a las copas de los pinos. Entonces le parecía estar transportado al Elíseo, a un lugar dichoso, allá en los confines de la tierra, donde el hombre disfruta de la vida más leve, donde no hay nieve ni invierno, ni tormentas ni lluvias en virtud de un soplo refrescante que viene perennemente del océano, y los días transcurren en un ocio divino, sin esfuerzo ni lucha, en entrega total al Sol y a sus fiestas.
Aschenbach veía frecuentemente a Tadrio. La limitación del espacio y la regularidad del género de vida que todos estaban obligados a llevar, hacían que el hermoso muchacho permaneciese próximo a él casi todo el día, con ligeras interrupciones. Lo encontraba en todas partes: en el comedor del hotel, en las travesías marítimas a la ciudad, y hasta en la misma confusión de la playa, y luego, por obra del acaso, en las calles, en los paseos. Pero cuando tenía ocasión de consagrar a la bella figura devoción y estudio, ampliamente y con comodidad, era principalmente por la mañana, en la playa. Y esta complacencia de la fortuna, este favor de las circunstancias, que con uniformidad peren ne se le ofrecía diariamente, era todo lo que le llenaba verdaderamente de satisfacción y goce, lo que le hacía tan agradable su vida y lo que determinaba que los días soleados desfilaran sonrientes ante él, sin interrupción.
Se levantaba a una hora temprana, como lo hacía cuando se veía azuzado por un trabajo apremiante, y llegaba a la playa uno de los primeros, cuando el sol no quemaba aún y el mar, de una blancura deslumbrante, permanecía entregado a los sueños de la mañana. Saludaba respetuosamente al guardia de la verja y al anciano de barba blanca que le arreglaba su sitio, que extendía la lona y sacaba a la plataforma los muebles de la caseta. Luego transcurrían unas tres o cuatro horas hasta que Tadrio apareciese; durante ese tiempo iba ascendiendo el sol y alcanzando un terrible vigor. El mar se hacía entonces de un azul cada vez más denso.
Tadrio solía llegar por la izquierda, siguiendo el borde del mar; Aschenbach lo veía aparecer de espaldas, saliendo de entre las casetas. A veces se daba cuenta súbitamente de que había pasado la hora de su llegada, y veíalo entonces, ya con su traje de baño azul y blanco, que no volvía a quitarse, y experimentaba un estremecimiento de placer. El muchacho comenzaba en seguida su actividad habitual bajo el sol y sobre la arena. Aquella vida, graciosamente frívola, ociosamente inquieta, era juego y reposo, y se componía de carreras por la playa, de chapuzones en el agua; su actividad consistía en jugar con la arena, en tomar golosinas, tenderse, nadar, vigilado y llamado por las mujeres desde la terraza. Su nombre resonaba constantemente en voces chillonas « ¡Tadrín! ¡Tadrín! » Y él corría hacia ellas con gesticulación vehemente a referir lo que le había ocurrido, a enseñar lo que había encontrado: ostras, estrellas y cangrejos que andaban de lado. Aschenbach no entendía una palabra de lo que el pequeño decía, pero en su oído sonaba con deliciosa eufonía aunque fueran las cosas más corrientes. Así, el exotismo convertía en música la conversación del chico. Un sol potente regaba a manos llenas su resplandor en honor suyo, y el magnífico horizonte del mar servía de fondo y exaltación a su figura.
En cierta ocasión llamaron al muchacho para que saludase a un desconocido que estaba con las damas; él corrió hacia allá, mojado aún del agua, despejándose los rizos. Al tender la mano, apoyándose sobre una pierna, mientras el otro pie posaba sobre las puntas de los dedos, su cuerpo tenía un encanto de movimiento indecible; inclinado graciosamente hacia delante, un poco encogido de vergüenza, trataba de agradar por deber aristocrático. Otras veces permanecía en la arena, con los miembros extendidos; la sábana envolvía su delicado cuerpo; el brazo, suavemente modelado, descansaba en el arenal, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. El muchacho llamado «Sas-chu», sentado junto a él, le contemplaba sumiso, y nada más seductor cabe imaginar que la sonrisa de labios y ojos, con que él miraba enaltecido al otro, al admirador, al servidor. Otras veces se le veía al borde del mar, solo, apartado de los suyos, muy cerca de Aschenbach. Entonces aparecía erguido, con las manos cruzadas por detrás de la nuca, balanceándose suavemente y mirando, soñador, al lejano azul, mientras las suaves olas de la orilla bañaban sus pies. Su cabello, rubio, de miel, se adhería en rizos húmedos a sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el vello de la parte superior de la espina dorsal; destacábanse claramente bajo la delgada envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho. Sus omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulas brillaban, y sus venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino material translúcido. ¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento expresaba aquel cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad severa y pura, que en un esfuerzo misterioso había logrado modelar aquella imagen divina, ¿no era la que él, artista, conocía a la perfección? ¿No era la que alentaba en él, cuando lleno de contenida pasión libertaba de la masa de mármol del lenguaje la forma esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen y espejo de belleza espiritual?
¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó la noble figura que se erguía al borde del mar intensamente azul, y en un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana. La arrebatada inspiración había llegado, y el artista, que empezaba ya a envejecer, no hizo más que acogerla sin temor y hasta con ansiedad. Su espíritu ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su infancia había recibido de la tradición y que hasta entonces no se habían encendido con un fuego propio. ¿No se ha dicho acaso que el sol desvía nuestra atención de lo intelectual para dirigirla hacia lo sensual? Aturde y hechiza de tal modo el entendimiento y la memoria, el alma queda sumida en tales delicias, que olvida su destino verdadero, y su asombrada admiración se hunde en la contemplación de los objetos más bellos que el sol puede iluminar. Después, sólo con el auxilio de algo corporal logra ya elevarse a una más alta consideración. Eros procede, sin duda, como los matemáticos, que ven en los niños inexpertos imágenes de las formas puras. Así los dioses, para hacernos perceptible lo espiritual, suelen servirse de la línea, el ritmo y el color de la juventud humana, de esa juventud nimbada por los mismos dioses para servir de recuerdo y evocación, con todo el brillo de su belleza, de modo que su visión nos abrasa de dolor y esperanza.
Pensaba así, en su entusiasmo, y tenía poder para sentir todo esto. La canción del mar y el resplandor del sol engendraron además en su fantasía una encantadora evocación. Veía el viejo plátano, cercano a los muros de Atenas, aquel lugar sagrado, perfumado con el aroma de los azahares, enjoyado con las imágenes y los riquísimos presentes piadosos en honor de las ninfas y de Apolo. El arroyo corría claro y limpio por un fondo de cantos lisos y a los pies del árbol de raíces prolongadas; sonaban los violines de los grillos. Sobre el césped, que caía en suave pendiente, lo preciso para que al pasar la cabeza se mantuviera algo levantada, estaban echadas dos personas, resguardándose del calor del día. Eran un hombre de edad y un joven; uno feo y el otro hermoso; la sabiduría en contraste con la amabilidad. Y, entre gracias y agudezas que animaban el coloquio, Sócrates adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud. Le hablaba del espanto que experimentaba el hombre sensible cuando sus ojos contemplaban un reflejo de la belleza eterna; de las concupiscencias del profano y el malvado, que no pueden pensar en la belleza al ver su imagen, y que no son capaces de sentir respeto por ella; hablaba del sagrado temor que acomete al alma noble cuando se le aparece un rostro semejante al de los dioses, es decir, un cuerpo perfecto. Le explicaba cómo todo su ser se estremece de aquella alma, se enajena y apenas se atreve a mirar; cómo se siente poseído de veneración ante aquel que ostenta el sello divino de la belleza; aquella alma le haría sacrificios, como a una deidad, si no temiese aparecer como insensata a los ojos de los hombres. «Pues sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de sus manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentasen en formas, sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época ante Zeus? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el camino, sólo el medio, Fedón...» Después el taimado seductor dijo lo más agudo: el amante era más divino que el amado, porque en aquél alienta el dios, que no en el otro; este pensamiento es quizás el más delicado y el más irónico que se haya producido, y de su fondo brota toda la picardía y la secreta concupiscencia del deseo.
La dicha del escritor es su posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento; el sentimiento, totalmente en idea. En aquel momento se había adueñado del solitario una de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos precisos: el sentimiento de que la naturaleza se estremecía de goce cuando el espíritu se inclinaba en homenaje y reverencia ante la belleza. Súbitamente sintió el deseo imperioso de escribir. Cierto es que, como suele decirse, Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha nacido. Pero en ese momento de la crisis, su excitación le impulsaba a tranquilizar por medio de la palabra el torbellino de sus pensamientos. El tema casi le era indiferente. De pronto sintió que se resolvía en su espíritu, clamando por expresarse, una cuestión palpitante de la cultura y el gusto. El asunto era de índole familiar y le preocupaba de antiguo. El impulso de hacerlo brillar a la luz de sus palabras se hizo irresistible en aquel momento. Pero necesitaba trabajar en presencia de Tadrín, tomarlo de modelo, hacer que su estilo siguiese las líneas de aquel cuerpo que se le antojaba divino, y levantar a lo espiritual su belleza, como el águila levantó al cielo a uno de los pastores troyanos. Jamás había sentido con tanta dulzura el placer de la palabra, nunca había visto tan claramente que Eros alienta en ella, como en aquellas horas, peligrosamente gozosas, en las que, sentado ante una mesa rústica sombreada por la lona, teniendo ante sus ojos al ídolo, y en los oídos la música de su voz, cincelaría Aschenbach, siguiendo el modelo de Tadrio, unas páginas de selecta prosa cuya pureza, altura y fuerte tensión sentimental habían de producir pronto la admiración de las gentes. Seguramente conviene que el mundo conozca sólo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así el efecto de las. cosas excelentes. ¡Singulares horas! ¡Esfuerzo extrañamente enervador! ¡Extraordinario comercio fecundo del espíritu con el cuerpo! Cuando Aschenbach, terminado su trabajo, se levantó, se sintió agotado, deshecho hasta tal punto que le parecía oír los lamentos de su conciencia en rebelión, como si acabara de entregarse a algún pecado.
A la mañana siguiente fue cuando, a punto ya de dejar el hotel, vio desde la escalera que Tadrio se dirigía solo a la playa. El deseo, el sencillo pensamiento de aprovechar la ocasión para trabar alegremente conocimiento con aquel que, sin saberlo, le había conmovido y agitado tanto, de hablarle y gozarse en su contestación, en su mirada, surgió en él de un modo natural.
El hermoso muchacho andaba lentamente. Podría, pues, alcanzarle. Aschenbach apresuró el paso, y llegó junto a él cerca ya de las casetas. Pensando en ponerle una mano en la cabeza, en el hombro, resultó que una palabra, una frase amable en francés rozaba ya sus labios. Pero en aquel instante sintió que su corazón latía fuertemente, acaso por lo rápido de su carrera, y que, como respiraba con dificultad, sólo iba a poder hablar atropellado y tembloroso. Vaciló entonces, trató de dominarse; de pronto le pareció que iba ya demasiado tiempo muy cerca del bello mancebo; temió que él lo notase, temió que se volviese, interrogante; hizo un último intento, que resultó vano también; renunció, pues, y pasó por delante de él con la cabeza baja.
«¡Demasiado tarde! -pensó-. ¡Demasiado tarde!» Pero, ¿era realmente demasiado tarde? Aquel paso, que no se había atrevido a dar, habría convertido probablemente la cosa en algo bueno, ligero y gozoso; habría producido un efecto sedante. Pero no hay duda de que el artista, ya en los linderos de la vejez, no quería el sedante, a pesar de que la exaltación en que vivía le era demasiado cara. ¿Quién podría descifrar el enigma de la naturaleza del artista? ¿Quién puede comprender esa fusión instintiva de disciplina y desenfreno en que consiste? Porque el hecho de no querer un sedante saludable es desenfreno. Aschenbach ya no se sentía dispuesto a la autocrítica. Por sus gustos, por su madurez espiritual, por el respeto de sí mismo y por simplicidad, no le agradaba analizar los motivos de sus actos ni averiguar si había dejado de realizar su propósito por mandato de su conciencia, o por debilidad y molicie. Se sentía avergonzado, tenía miedo, de que alguien hubiera podido observar su carrera, su derrota; temía extraordinariamente al ridículo. Por lo demás, se reía en su interior de su pánico insensato. «Vencido -pensaba-, vencido como un gallo que en la pelea deja caer desfallecido las alas.» Son, seguramente, los dioses los que de tal modo paralizan nuestro valor a la vista del objeto amado y arrojan por los suelos toda nuestra altivez.
Sin cuidarse ya de llevar la cuenta del tiempo que a sí mismo se concedía para el descanso, había dejado de pensar en el regreso. Se había provisto de dinero abundante. Su única preocupación era que la familia polaca pudiera marcharse pronto; pero, preguntando como por casualidad al peluquero del hotel, había averiguado que las señoras habían llegado poco antes que él. El sol tostaba su cara y sus manos, el aire excitante, salado, fortalecía su fuerza sentimental, y si antes acostumbraba consagrar a su obra todo el acopio de fuerzas que el sueño, el alimento, la Naturaleza le prestaban, esta vez dilapidaba a manos llenas, en exaltación y fantasía, toda la fuerza diaria que el sol, el ocio y el aire del mar le prestaban.
Su sueño era breve. Los días, deliciosamente monótonos, se separaban por noches cortas, llenas de feliz inquietud. Es cierto que se acostaba temprano, pues a las nueve, cuando Tadrio se había alejado, le parecía que el día estaba terminado. Pero a las primeras luces de la mañana le despertaba un dichoso, ligero estremecimiento; su corazón recordaba su aventura; no podía quedarse en la cama, se levantaba, y envuelto en una bata ligera, para preservarse del fresco de la madrugada, se sentaba ante la ventana abierta en espera de la salida del sol. El maravilloso acontecimiento de la aurora sumía en profunda adoración a su alma, consagrada por el sueño. Cielo, tierra y mar permanecían aún envueltos en la suave palidez fantástica del alba: una estrella lánguida flotaba aún en el infinito. Pero venía un suave soplo, como un dulce mensaje de inasequibles lugares con la nueva de que Eros se levantaba del lecho conyugal, y por ello acontecía aquel primer rubor dulcísimo de las lontananzas del cielo y del mar, por el cual se anuncia que la creación toma formas sensibles. Se acercaba la Aurora, seductora de mancebos, raptora de Céfalo y que, a pesar de la envidia de todos los olímpicos, gozó los amores del bello Orión. Allá, al borde del mundo, comenzaban a deshojarse rosas en un inefable resplandor divino mientras unas nubes infantiles, iluminadas, esclarecidas, flotaban, como sumisos amorcillos, en el aire rosa y azul; caía sobre el mar un manto de púrpura, que parecía arrastrado hacia delante con sus olas levantadas; signos y manchas de oro resplandecían sobre el mar; el resplandor se transformaba en incendio; silenciosas y con divina pujanza se erguían las llamas, y la cuadriga divina corría con sus cascos centelleantes sobre la superficie de la tierra. Iluminado por la pompa del dios, el contemplador solitario cerraba los ojos dejando que el resplandor divino besase sus párpados. Sentimientos de otra época, deliciosos ímpetus tempranos de su corazón, que habían muerto con la estrecha disciplina de su vida, volvían en aquel instante extrañamente transformados y él los reconocía con sonrisa confusa y asombrada. Cavilaba, soñaba; sus labios murmuraban lentamente un nombre, y sonriente, con el rostro vuelto hacia arriba y las manos plegadas en el regazo, dormitaba en su butaca.
Pero el día iniciado así, con aquella fiesta del fuego, transcurría luego exaltado, en una extraña exaltación mística. ¿De dónde provenía el soplo que de pronto envolvía sienes y vidas, tan suave y misterioso como un susurro de potencias elevadas? En el cielo se alineaban numerosas nubecillas, como rebaño de dioses que pastasen en el espacio infinito. Se levantó un viento más fuerte, y los caballos de Neptuno galoparon espumeantes. Por entre las rocas alejadas de la playa saltaban como cabrillas las olas. Aschenbach sentíase anegado en un mundo divino lleno de vida pánica, y su corazón soñaba dulces fábulas. A veces, cuando el sol se ponía por detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque para contemplar a Tadrio, que, vestido de blanco y con un cinturón de color, jugaba al balón. Entonces creía estar viendo a Jacinto, el ser mortal por lo mismo que era objeto del amor de los dioses. Y hasta sentía los dolorosos celos del Céfiro, de aquel rival que, olvidando el oráculo, el arco y la cítara, se ponía a jugar con el mancebo; veía cómo el dardo ligero, impulsado por los celos crueles, alcanzaba la amada cabeza, recibía palideciendo el desfalleciente cuerpo, y la flor que brotaba de la dulce planta traía la inscripción de su lamento infinito...
Nada resultaba más extraño ni más irritante que las relaciones que se establecen entre hombres que sólo se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se tropiezan, se observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho a no saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de una indiferencia perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho, artificiosamente contenido, y, en especial, de una especie de estimación exaltada. Pues el hombre ama y honra al hombre mientras no puede juzgarle. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso.
Entre Aschenbach y Tadrio tenía que haber, necesariamente, cierta relación y conocimiento, de tal manera que el hombre maduro pudo observar gozosamente que su simpatía y su atención no dejaban de ser en cierta forma correspondidas. ¿Qué había sido, por ejemplo, lo que movió al muchacho a no entrar por la mañana, al llegar a la playa, por detrás de las casetas, sino a pasar por delante, cerca de donde estaba Aschenbach, y en ocasiones rozando casi su mesa, su silla, para dirigirse a la caseta de los suyos? ¿Es que la fuerza atractiva, la fascinación de un sentimiento superior, obraba sobre su ánimo delicado e irreflexivo? Aschenbach esperaba cotidianamente la aparición de Tadrio; a veces fingía estar ocupado al divisarle y dejaba que pasase ante él, aparentemente inobservado; pero otras, veces levantaba la vista y sus miradas se encontraban. Ambos permanecían en tal caso profundamente serios. En el digno rostro del hombre maduro nada indicaba la conmoción interior; pero en los ojos de Tadrio brillaba una curiosidad, una interrogación pensativa; su paso vacilaba; bajaba la vista, volvía a alzarla graciosamente, y cuando ya estaba lejos, algo en su actitud indicaba que sólo la urbanidad le impedía volverse.
Sin embargo, una tarde las cosas ocurrieron de otra manera. Los hermanos polacos y su institutriz no estaban en el comedor, y Aschenbach lo había observado con pena. Después de cenar, muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel a pasear por cerca de la terraza, cuando de pronto, a la luz de los. faroles, vio aparecer a las cuatro hermanas con su atavío monjil, a la institutriz y a Tadrio, éste unos pasos detrás. Sin duda, volvían del desembarcadero, y habíanse quedado a cenar, por algún motivo, en la ciudad. En el mar hacía fresco; Tadrio llevaba una casaca de marinero, con botones dorados, y su gorra correspondiente. El sol y el aire marino no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario, quizás a consecuencia del fresco, o por el resplandor de los faroles. Sus cejas, armónicas, aparecían delineadas más escuetamente, y sus ojos eran muy oscuros. Era aquello de una indecible belleza, y Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla. Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante fue cuando Tadrio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora.
Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas y tiernas al mismo tiempo: « ¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie! » Se arrojó en un banco, y fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas.

V
Durante la cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones desagradables relacionadas con el mundo exterior. Primeramente le pareció notar que, a medida que avanzaba la estación, la concurrencia parecía más bien disminuir que aumentar en el hotel. Advirtió especialmente que el alemán iba escaseando, hasta el punto de que llegó un momento en que en la mesa y en la playa su oído percibía sólo sonidos extraños. Un día, en la peluquería adonde iba a menudo, atrapó una frase que le dejó preocupado. El peluquero habló de una familia alemana que se había ido, tras corta permanencia, y añadió, en tono ligero e insinuante: «Usted se quedará, caballero; usted no tiene miedo al mal.» Aschenbach le miró replicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?» El hablador enmudeció fingiendo distracción y pasó por alto la pregunta. Luego, cuando Aschenbach insistió más decididamente, declaró que no sabía nada, y, evidentemente desconcertado, procuró desviar la conversación.
Eso sucedía hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a Venecia, a pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los hermanos polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las. mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té, advirtió de pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía pensar en plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y reconoció poniéndose pensativo; y, terminando su colación, abandonó la plaza por el lado frontal del templo. Al penetrar en las calles estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se veían pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que debía privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales admoniciones era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente del pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
Al pasar junto a una tienda donde se vendían collares de coral y alhajas de amatistas falsas, Aschenbach pidió explicaciones al dueño, que se encontraba de pie en la puerta, acerca del fatal olor. El hombre le miró seriamente y adoptó inmediatamente un tono de forzada alegría. « ¡Es simplemente una medida de previsión! », respondió accionando con viveza. «Una disposición de la Policía, que debemos aplaudir. El calor aprieta; el siroco no es bueno para la salud. En una palabra, ya comprende usted..., una medida acaso exagerada.» Aschenbach dio las gracias y siguió. También en el vapor que le llevó a Lido la última vez percibió el olor del desinfectante.
-Ya de regreso en el hotel, se dirigió en seguida a la mesita de los periódicos, que había en el vestíbulo, y les pasó revista. En los extranjeros no encontró nada. Los diarios, locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían negativas oficiales y dudaban de su exactitud. Así se explicaba, pues, la desaparición del elemento alemán y austríaco. Los súbditos de las demás naciones no sabían nada, sin duda; no sospechaban nada; aún no habían podido intranquilizarse. «¡Hay que callar!», pensó Aschenbach, excitado, volviendo a dejar los periódicos sobre la mesa. « ¡Hay que guardar silencio! » Y al mismo tiempo, su corazón se sintió satisfecho de la posible aventura en que el mundo exterior iba a entrar. Pero la pasión, como el delito, no se encuentra a sus anchas en medio del orden y el bienestar cotidiano; todo aflojamiento de los resortes de la disciplina, toda confusión y trastorno le son propicios, porque le dan la esperanza de obtener ventajas de ellos. Así, Aschenbach sentía una satisfacción oscura ante los fingimientos de las autoridades de Venecia, ante el secreto inconfesable de la ciudad, que se fundía con el suyo propio y que tanto le importaba no se divulgase. Y eso, porque lo único que le preocupaba era que Tadrio pudiera marcharse. No sin espanto había comprendido ya que no sabría cómo vivir si tal hecho aconteciera.
Los domingos, los polacos nunca iban a la playa; adivinó que iban a oír misa en San Marcos; fue allá él también, y entrando desde la plaza ardiente en la penumbra dorada del templo, halló al muchacho oyendo misa arrodillado en un reclinatorio. Se quedó en pie, atrás, sobre el mosaico, en medio de las gentes humildes arrodilladas que murmuraban plegarias y se santiguaban. La pompa armoniosa del templo oriental posaba espléndida sobre sus sentidos. Ante el altar se movía, rezaba y cantaba el sacerdote; flotaba el incienso, envolviendo en su niebla las débiles luces, y al olor del humo del sacrificio, parecía mezclarse subrepticiamente otro olor, el de la ciudad enferma. Entre el incienso y el brillo de las luces, Aschenbach veía al muchacho, que lo miraba.
Cuando, poco después, la multitud salía por las amplias puertas a la plaza resplandeciente, llena de palomas, Aschenbach se quedó en el pórtico, escondido, al acecho. Desde allí vio que los polacos salían de la iglesia, que las muchachas se despedían ceremoniosamente de su madre, y que ésta se dirigía a casa por la Piazzeta; esperó que el muchacho, las monjiles hermanas y la institutriz tomaran la derecha, pasando por la puerta de la torre del reloj, y, penetrando en la Mercería, dejó que le tomasen alguna delantera; luego los siguió disimuladamente en su paseo por Venecia. Tenía que pararse cuando se detenían; tenía que guarecerse en un portal o en un patio cuando ellos daban de pronto la vuelta, para dejarlos pasar. Los perdía, los buscaba, cansado y acalorado, por puentes y sucios callejones, y soportaba minutos de angustia mortal cuando, de pronto, aparecían en algún pasaje estrecho donde no había modo de apartarse. Sin embargo, no puede decirse que sufriese.
Una vez Tadrio y los suyos tomaron una góndola, deseosos de pasear, y Aschenbach, que mientras subían a ella se había mantenido oculto detrás de la columna de una fuente, hizo lo propio cuando había arrancado ya su góndola. Hablaba ansioso y con voz sofocada para pedir al marinero, ofreciéndole una buena propina, que siguiese incesantemente, a cierta distancia, aquella góndola que doblaba la esquina, y se avergonzaba cuando el hombre, con picaresca conformidad, le aseguraba que le servía a conciencia.
La embarcación se deslizaba, pues, rápidamente, balanceándose en el agua. Mientras Aschenbach permanecía recostado en los blandos almohadones negros, siguiendo empujado por su apasionado sentimiento a la otra embarcación negra, con su pico afilado. A veces la perdía de vista, y entonces se sentía poseído de inquietud y dolor. Pero su conductor, que debía de estar habituado a tales menesteres, acertaba siempre por medio de astutas maniobras, rodeos y requiebros.
El aire se mostraba en calma, y el sol quemaba a través de las nubes tenues, coloreadas, que lo envolvían. El agua golpeaba sordamente sobre la madera y la piedra de los canales. Los gritos del gondolero, avisos y saludos a medias, eran respondidos desde lejos, en el silencio del laberinto, por medio de extrañas señales entre ellos convenidas.
En los muros altos de los pequeños jardines colgaban masas de flores blancas y purpúreas. Olía a almendras. Las escaleras de mármol de una iglesia descendían hasta mojarse en el agua; un mendigo, de pie en uno de los peldaños, presentaba su sombrero exponiendo su miseria, y mostraba el blanco de los ojos como si estuviera ciego; un vendedor de antigüedades, ante su tenducho, invitaba a los que pasaban, con gestos humildes, a entrar, con la esperanza de poder engañarlos. Así era Venecia, la bella insinuante y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y enervaban. El aventurero creía que sus ojos recogían todo aquel esplendor, que sus oídos estaban envueltos en aquellas melodías; recordaba también que la ciudad estaba enferma y que se trataba de ocultar tal circunstancia por codicia. Así avanzaba con ansia desenfrenada hacia la góndola que marchaba ante él.
No faltaban momentos en que se detenía y reflexionaba confusamente. « ¡Por qué caminos me extravío! », pensaba entonces con espanto. ¡Por qué caminos! Como todo hombre a quien sus méritos innatos, han infundido algún interés aristocrático por su ascendencia, se había habituado a recordar en todos los actos de su vida la historia de sus antepasados, a asegurarse en espíritu su consentimiento, su aquiescencia, su aprecio. También por entonces, enredado en una aventura así, perdido en tan exóticos extravíos del sentimiento, recordaba la severidad y la varonil apostura de sus ascendientes y sonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero, qué dirían al juzgar toda su vida, una vida tan diferente a la de ellos, hasta haber caído en la degeneración; al juzgar una vida dedicada al arte, de la cual él mismo, en sus. años juveniles, se había burlado, influido por el espíritu burgués de sus antepasados, y que había sido tan semejante a la de ellos en el fondo! También él había hecho su servicio de guerra, también él había sido soldado y guerrero como muchos de ellos, pues el arte era una guerra, un esfuerzo agotador, para el cual los hombres de hoy ya no tienen resistencia. Una valla de contención y dominio de sí mismo, una vida recia, constante y sobria, que él había elaborado en sus obras como la forma sensible del heroísmo moderno. Podía llamarse varonil a esa vida, podía calificarla de valiente, y hasta le parecía que el Eros que se había adueñado de él, era también en cierta forma adecuado y favorable a una vida como la suya. ¿No había gozado de alto prestigio en los pueblos más valientes? ¿No se decía que había brillado por su valor en las ciudades? Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad habían llevado su yugo, pues no había humillación alguna en obedecer los caprichos del dios del amor, y acciones que si se hubiesen hecho por otros medios hubieran sido censuradas como obra de cobardía -arrodillarse, jurar, suplicar tenazmente, someterse como esclavos- no sólo no redundaban en desdoro del amante, sino que por ellas merecían grandes alabanzas.
Así pensaba en la confusión de su espíritu; de este modo trataba de justificarse, de mantener su dignidad. Pero, al mismo tiempo, su atención permanecía siempre fija, avizorando lo que ocurría en el interior de Venecia, en aquella aventura del mundo exterior, que armonizaba oscuramente con la de su corazón y que alimentaban su pasión con vagas y anormales esperanzas. Para saber algo nuevo y seguro acerca del estado y de los progresos del mal, revisaba, en los cafés de la ciudad, los periódicos locales, que habían desaparecido desde hacía varios días de la mesa del hall del hotel. En ellos alternaban afirmaciones y rectificaciones. Por un lado se decía que el número de defunciones ascendía a veinte, a cuarenta, a ciento, incluso a más; pero por otro lado, si no se negaba en redondo la existencia de la peste, se la limitaba a casos aislados. Y, diseminadas aquí y allá, aparecían advertencias amonestadoras, protestas contra el peligro, ruegos de las autoridades. No había manera de adquirir una certidumbre. Sin embargo, el solitario creía tener cierto derecho para compartir el secreto, encontrando una satisfacción extraña en dirigir preguntas a quienes estaban enterados y obligando a mentir descaradamente a quienes debían guardar el secreto. Un día, durante el desayuno, interrogó al encargado, al hombrecillo aquel que andaba suavemente con su levita de corte francés, saludando y vigilando el servicio y que se había parado ante Aschenbach para decirle algunas frases afables.
-¿Por qué -preguntó el huésped en tono .desenfadado-, por qué desinfectan Venecia desde hace algún tiempo?
-Se trata -respondió el empleado- de una medida de la policía encaminada a prevenir debidamente todas las alteraciones de la salud pública que podría originar este tiempo bochornoso.
-Me parece acertada la conducta de la Policía -asintió Aschenbach.
Después de haber hecho algunas observaciones meteorológicas pertinentes al caso, el encargado se despidió.
Aquel mismo día, después de cenar, aparecieron en el jardín del hotel unos músicos callejeros de la misma ciudad. Eran dos hombres y dos mujeres, y se habían situado alrededor del poste de hierro de uno de los focos, con los rostros iluminados por la luz blanca, vueltos hacia la gran terraza donde los huéspedes del hotel tomaban café y refrescos y escuchaban las manifestaciones de este arte popular. El personal del hotel -botones, camareros y empleados- escuchaba también a las puertas del vestíbulo. La familia rusa, siempre anhelante de diversión, había hecho que bajasen unas sillas de mimbre al jardín, para estar más cerca de los ejecutantes, y se había sentado en semicírculo. Detrás de los caballeros estaba en pie la vieja esclava, con una manteleta que le cubría la cabeza, en forma de turbante.
Los instrumentos que manejaban los músicos mendigos eran una mandolina, una guitarra, un acordeón y un violín. Alternaban números instrumentales con números de canto; en estos últimos la muchacha más joven, con una voz chillona y estridente, cantaba dúos amorosos, sentimentales, con el tenor de voz dulzona, de falsete. Pero el director, que ejecutaba el verdadero número de fuerza, era indudablemente el otro personaje, el que tocaba la guitarra y cantaba al mismo tiempo. Era una especie de barítono bufo que apenas tenía voz, pero que poseía una mímica altamente expresiva y una extraordinaria fuerza cómica. A veces, se apartaba del grupo, con su guitarra bajo el brazo, avanzaba accionando hacia la terraza, donde sus ocurrencias más o menos picarescas producían sonora hilaridad. Los rusos se mostraban notablemente admirados de semejante vivacidad meridional; sus aplausos y gritos de aprobación estimulaban al actor para que se produjera cada vez con más osadía y seguridad. Aschenbach, sentado ante la balaustrada, se humedecía de cuando en cuando los labios con un refresco de soda y granadina que brillaba, con color rubí, a través del vaso. Sus nervios acogían ansiosos los lánguidos tonos, las melodías sentimentales y vulgares, pues la pasión paraliza el sentido crítico y recibe con delicia todo aquello que en un estado de serenidad se soportaría con disgusto. Sus facciones, excitadas por las farsas del histrión, se habían contraído en una sonrisa fija y ya dolorosa. Estaba indolentemente sentado, prestando una máxima atención a la figura de Tadrio, quien se encontraba apoyado sobre el antepecho de piedra, a unos pasos de él.
Llevaba puesto el traje blanco con el que a veces se vestía para bajar a la cena, con su gracia infalible, con los pies cruzados, mirando a los músicos con una expresión que no era casi sonrisa, sino lejana curiosidad, atención cortés puramente. A veces se erguía y, ensanchando el pecho con un gracioso movimiento de ambos brazos, se bajaba la blanca blusa por debajo del cinturón de cuero. Otras veces, Aschenbach le notaba una expresión de triunfo, un estremecimiento de cierto espanto, vacilante y tímido; o también, apresurado y súbito, como si se tratase de una sorpresa, volvía a veces la cabeza y miraba por encima del hombro izquierdo hacia el sitio de Aschenbach. En el fondo de la terraza estaban sentadas las mujeres que atendían a Tadrio. Algunas veces, en la playa, en el vestíbulo del hotel y en la plaza de San Marcos, había creído notar que llamaban a Tadrio cuando le veían próximo a él, que trataban de mantenerlo a distancia, hecho que encerraba una ofensa monstruosa que torturaba su orgullo de una manera desconocida.
Entretanto, el guitarrista había empezado a cantar un solo y se acompañaba él mismo. Se trataba de una canción callejera muy popular por entonces en toda Italia; en su estribillo entraban todas, las voces y todos los instrumentos del conjunto. El actor recitaba con gran fuerza plástica y dramática. Delgado de cuerpo, flaco y escuálido también de rostro, se había colocado a alguna distancia de los suyos, con el gastado sombrero de fieltro sobre la nuca, dejando al descubierto un mechón de cabellos rojos. Su actitud era de cinismo y bravata. Acompañándose con su guitarra, iba arrojando a la terraza, en un expresivo recitado melódico, sus chistes, mientras su esfuerzo hacía que se le hinchasen las venas de la frente. No parecía ser de casta veneciana, sino más bien del tipo de los cómicos napolitanos, rufián y comediante a medias, brutal y cínico, peligroso y divertido. La canción, de letra estúpida, adquiría en su boca, gracias a sus muecas, a sus gestos, a su manera de guiñar el ojo expresivamente, al movimiento de su lengua en las comisuras de la boca, un sentido equívoco, vagamente indecoroso. De aquel cuello deportivo, que llevaba para completar su traje corriente, surgía, gruesa y puntiaguda, su nuez. Su cara, pálida, de nariz achatada, en cuyos rasgos era difícil descifrar su edad, aparecía surcada de arrugas, de huellas de vicios, y excesos. Armonizaban de un modo muy extraño las contracciones de su movida boca y las dos arrugas tersas, dominadoras, casi brutales, que se le ahondaban entre sus cejas. Pero lo que realmente hacía que la atención del solitario se concentrase en él, consistía en que la equívoca figura parecía comportar también una atmósfera equívoca. Cada vez que, al comenzar de nuevo el estribillo, emprendía el cantante una grotesca marcha en derredor, y llegaba a pasar muy cerca de Aschenbach, emanaba de él una oleada de aquel olor sospechoso que envolvía a la ciudad.
Cuando terminó el canto, procedió a hacer su colecta. Comenzó por los rusos, que le dieron sus monedas con agrado, y luego subió la escalinata. Todo el cinismo que había mostrado al recitar, se trocaba ya en humildad. Haciendo profundas reverencias, iba deslizándose por entre las mesas con una sonrisa de picaresca sumisión que ponía al desnudo sus fuertes dientes, mientras las dos arrugas se ahondaban amenazadoras entre sus cejas. Las gentes contemplaban su aspecto exótico y pintoresco con curiosidad y cierto matiz de repugnancia; arrojaban en el sombrero que les presentaba las monedas con la punta de los dedos, cuidando muy bien de no tocarlo. La anulación de la distancia material entre el comediante y la correcta concurrencia, a pesar del placer que les había causado, les producía cierta perplejidad. Él advertía el malestar y trataba de disculparse empequeñeciéndose al máximo. Llegó donde estaba Aschenbach y con él el olor que no parecía preocupar a la concurrencia.
-¡Oiga! -dijo el solitario a media voz y casi maquinalmente-. ¿Por qué desinfectan Venecia?
El cómico respondió, con voz un poco ronca:
-Por la Policía. Está indicado por el calor y el siroco. Ya ve usted cómo oprime el siroco... No es bueno para la salud.
Hablaba aparentando asombro de que pudiera alguien preguntar semejante cosa, y con la mano indicaba gráficamente cómo oprimía el siroco.
-¿De manera que no hay ninguna epidemia en Venecia? -preguntó Aschenbach con voz casi imperceptible, hablando entre dientes. Los musculosos rasgos del histrión se contrajeron expresando un asombro que tenía mucho de cómico.
-¿Una epidemia? ¿Qué epidemia va a haber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una epidemia nuestra Policía? ¡Usted bromea! ¡Una epidemia! ¡No diga usted eso! Sólo se trata de una medida de previsión policial. ¿Entiende usted? Una disposición en vista del tiempo bochornoso.
Y acabó en una serie de gestos.
-Está bien -dijo Aschenbach rápidamente y en voz baja, depositando en el sombrero una moneda desproporcionada para el caso.
Luego hizo al hombre señas de que podía irse. Pero, antes de llegar a la escalera, se arrojaron sobre él dos empleados, y con sus rostros muy cerca del suyo lo sometieron en voz baja a un interrogatorio. Él se encogía de hombros, hacía afirmaciones, juraba que había sido discreto, se reía.
Cuando lo dejaron ir, tras una corta deliberación con los suyos, cantó bajo el foco del jardín una canción de gracias y despedida.
Era una canción que el solitario no recordaba haber oído nunca; una canción popular de dialecto incomprensible, que terminaba en un jocundo estribillo que coreaba a pulmón lleno toda la comparsa. En el estribillo no había palabras, y los instrumentos callaban; no quedaba más que una risa rítmicamente ordenada no se sabe cómo, pero que parecía espontánea, a la que el solista, con su gran talento cómico, infundía especialmente una vivacidad extremada. Una vez restablecida la debida distancia, el personaje había recobrado su cinismo, y las carcajadas rítmicas, que lanzaba desvergonzadamente a la terraza, sonaban a burla. Ya al final de la parte articulada, parecía luchar con un incontenible deseo de reír. Su voz se entrecortaba, vacilaba, oprimía la boca con la mano, movía violentamente los hombros, y en el momento de recomenzar el estribillo, su risa irrumpía, saltaba, estallaba con ímpetu irresistible, con tal verdad, que se hacía contagiosa, comunicándose al auditorio de modo que toda la terraza se veía envuelta en un regocijo sin motivo, que sólo se alimentaba de sí mismo. Pero tal hecho, a su vez duplicaba la jocundidad del cantante. Doblaba las rodillas, se golpeaba los muslos, se palpaba las caderas, parecía estar a punto de desmayarse; ya no reía; gritaba, aullaba. Señalaba con el dedo hacia arriba, como indicando que nada había tan cómico como la riente sociedad en la terraza y, al final, todos reían a carcajadas, los botones y los criados, asomados a las puertas.
Aschenbach no permanecía ya indolentemente en su silla; se había erguido, como en ademán de defensa o de fuga. Pero las risas y el olor de hospital que hasta él llegaba se complicaban creándole una atmósfera de pesadilla que implacablemente envolvía su cabeza y sus sentidos. En medio de la agitación y abandono generales, se atrevió a mirar a Tadrio, y notó que, respondiendo a su mirada, el muchacho conservaba igualmente su seriedad, como si su conducta y la expresión de su fisonomía siguiesen a las de Aschenbach, y como si toda aquella animación que le rodeaba nada pudiese sobre él, puesto que el solitario permanecía indiferente. Aquella docilidad infantil tenía algo tan poderoso, tan conmovedor, que Aschenbach tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no esconder la cara entre las manos. También le había parecido que Tadrio se erguía, a veces, a causa de alguna opresión del pecho, que se resolvía en un suspiro. «Es enfermizo; probablemente, no llegará a viejo», pensaba con aquella frialdad que, en ocasiones, hace que la embriaguez y la exaltación se emancipen de un modo singular. Su corazón se llenaba entonces de pura compasión y de un sentimiento de satisfacción malsana.
Mientras tanto, los venecianos habían terminado y desfilaban. La concurrencia los despedía con aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las manos en forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual hacía que él acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y gesticulaciones. Cuando sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salir retrocediendo, tropezara en el poste de uno de los focos. Al lastimarse así, corrió hacia la puerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara de bufón, se irguió elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia y se sumió en la oscuridad.
Las gentes fueron dispersándose poco a poco. Tadrio había desaparecido de la balaustrada, pero el solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de granadina. La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres, hacía muchos años, había un reloj de arena... De pronto vio ante sus ojos, como con gran claridad, el frágil aparato. La arena roja y fina corría incesantemente por el pico de cristal, corría, monótona y silenciosamente, eternamente...
Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los acontecimientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello partido por la mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan exótica, tan maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión ambigua. Comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin importancia seria. Disposiciones de esa naturaleza se toman a menudo para prevenir los posibles daños del calor y del siroco...»
Pero, al levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El inglés enrojeció: «Ésta es, al menos -siguió a media voz y con cierta vivacidad-, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego, en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.
Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Éstos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las. grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos. ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste, habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el sur del país o en Oriente.
La deducción que de todas estas cosas sacó el inglés, fue decisiva.
-Haría usted bien en marcharse, mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos habrán acordonado.
-Muchísimas gracias -respondió Aschenbach, y salió.
La plaza yacía bajo el bochorno de un día nublado. Los forasteros, seguramente ignorantes de los hechos, estaban sentados en las terrazas de los cafés, o andaban por delante de la iglesia, toda cubierta de palomas, mirando cómo los. pájaros, batiendo sus alas y empujándose unos a otros, se precipitaban sobre los granos de maíz que se les mostraba en la palma de la mano. El solitario paseaba de aquí para allá en el magnífico patio, en una excitación febril, gozoso de poseer ya la verdad, con un sabor de repugnancia en la lengua y un fantástico estremecimiento en el corazón. Pensaba en algún acto depurador y honrado. Por la noche, después de cenar, podía acercarse a la señora ataviada de costosas perlas y hablarle de un modo que él literalmente imaginaba: «Permítame usted, señora, que un extranjero la sirva con un consejo, una advertencia que la codicia niega. Váyase usted inmediatamente con Tadrio y con sus hijas; Venecia está apestada.» Luego podría pasar la mano, en señal de despedida, sobre la cabeza del instrumento de una deidad maligna, apartarse y huir de aquel pantano.
Pero, al propio tiempo, sentía que no quería en realidad dar en serio un paso semejante. Eso le traería la calma, le volvería a sí mismo; pero el que está fuera de sí, nada aborrece tanto como volver a su propio ser. Recordaba un edificio blanco, adornado con inscripciones orientales, en cuyo misterio se habían perdido los ojos de su espíritu. Recordaba luego aquella figura viajera que había evocado en él, hombre maduro, sentimientos juveniles de nostalgia por lo lejano y lo exótico, y la idea del retorno al hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo y la maestría le repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor físico: «¡Es preciso callar! », murmuró con energía; y luego: « ¡Callaré! » La conciencia de su complicidad le embriagaba como embriagan a un cerebro enfermo unas cuantas gotas de vino. El cuadro de la ciudad enferma y desmoralizada, que se presentaba a su imaginación, encendía en él esperanzas confusas que traspasaban los linderos de la razón y eran de una infinita dulzura. ¿Qué valía la apacible dicha con que había soñado comparada con la esperanza? ¿Qué valían el arte y la virtud ante la presencia del caos? Siguió en silencio, y se fue.
Aquella noche tuvo un sueño terrible, si puede llamarse sueño a un acontecimiento psi-cofísico, ocurrido, es cierto, en pleno sueño y en completa independencia, pero que se había desarrollado propiamente en su alma; los acontecimientos que pasaban ante él, y que venían de fuera, quebrantaban su resistencia, una resistencia profunda y espiritual; violentamente aseladores penetraban en su alma, para dejar arrasada su existencia y toda la cultura de su vida.
Se inició con miedo. Miedo y placer y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos se acercaba un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente excitante, que producía una sensación de enervamiento y despertaba en las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se le ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El dios desconocido! Súbitamente el lugar se iluminó con un fuego humeante, y apareció un paisaje de montaña análogo al de su quinta de verano. Y en la luz vacilante y temblorosa, desde la cumbre poblada de árboles, descendía en furioso torbellino el torrente de hombres y animales, gritando ferozmente. La ladera del monte se inundaba de cuerpos y de llamas, y ardía un tumulto ensordecedor y una danza frenética. Mujeres que caminaban con trajes de pieles alargadas, con las cabezas echadas hacia atrás, tocaban panderetas, blandían antorchas encendidas o puñales desnudos, se ceñían serpientes a la cintura...
Unos hombres con cuernos en la frente, con pieles al hombro, alzaban brazos y piernas, hacían sonar bandejas de metal y golpeaban furiosamente sobre tambores, mientras unos niños desnudos, con varas floridas, pinchaban a machos cabríos, a cuyos cuernos se agarraban, dejando que los arrastrasen en sus saltos entre gritos estridentes.
Y la turba, enloquecida, lanzaba un grito de suaves sonidos que terminaba en una u prolongada, un grito dulce y estridente al mismo tiempo. Sonaba prolongado y retorciéndose en el aire como si brotara de un cuerno, y un coro de múltiples voces lo repetía; el grito incitaba a bailar y a echar al aire piernas y brazos, a no callar nunca. Mas todo ello resultaba penetrado y dominado por el sonido profundo y sugestivo de la flauta. ¿No lo llevaba también a él, que trataba de resistir la tentación, a la fiesta y al júbilo enloquecido del sacrificio extremo? Eran grandes su repugnancia y su temor, era sincera su voluntad de amparar hasta el último extremo lo suyo contra lo extraño, contra el enemigo del espíritu digno y sereno. Pero el estrépito, el griterío ululante, multiplicado por los ecos sonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lo dominaba todo, trocándose en una locura arrebatadora.
Despertó de la pesadilla enervado, deshecho y sin fuerza ya para resistir al espíritu tentador. Ya no temía las miradas indagadoras de las gentes. Por lo demás, todos huían, se iban; había numerosas casetas vacías; en las mesas del comedor quedaban muchos sitios libres y era raro encontrarse con un forastero en la ciudad. Sin embargo, la dama ataviada de ricas perlas permanecía con los suyos, a pesar de que la verdad parecía haberse impuesto ya, y de que el pánico cundía, sin que lograsen contenerlos todos los esfuerzos de los interesados. Fuese porque los rumores que circulaban no llegaban hasta ella, o por ser demasiado orgullosa para ceder a tales rumores, lo cierto es que ni ella ni Tadrio ni los suyos se iban. Aschenbach, en su obsesión, imaginaba a veces que la huida y la muerte podrían hacer desaparecer toda la vida en derredor y dejarlo a él dueño de la isla; cuando, por las mañanas, a la orilla del mar, su mirada trágica, perdida, descansaba obsesionada; cuando, a la caída de la tarde, le seguía infamemente por callejuelas donde la muerte repugnante escogía en secreto a sus víctimas, todo lo monstruoso le parecía posible y toda moralidad le parecía abolida.
Hundido en un sillón de la peluquería, consideraba tristemente su cara en el espejo.
-Canas -murmuraba con gesto amargo.
-Algunas -respondía el peluquero-. Eso proviene de un pequeño descuido, de una indiferencia por lo exterior, que en personas notables es comprensible, pero que no puede alabarse, tanto más cuanto que tales personas deberían estar libres de prejuicios en lo relativo a las diferencias, entre lo natural y lo artificial. Si la severidad moral con que ciertas personas miran las artes cosméticas fuese lógica y se extendiese hasta sus dientes, producirían repugnancia. En último término, sólo tenemos la edad que aparenta nuestro espíritu y nuestro corazón y a veces el pelo gris es menos verdad que la corrección, tan censurada sin embargo. En el caso de usted, señor mío, uno tiene derecho al color natural de su pelo. ¿Me permite usted que le devuelva, sencillamente, lo que es suyo?
-¿Y cómo lo haría? -respondió Aschenbach.
El interpelado, sin más preámbulos, lavó entonces el pelo del huésped con dos clases de agua, una clara y otra oscura, y lo dejó negro como en su juventud. Lo peino, luego dio un paso atrás y se quedó contemplando su obra.
-Ahora sólo me falta refrescar un poco la piel de la cara.
Y como si no pudiera terminar nunca, como si nada le pareciera suficiente, con una actividad cada vez más agitada, pasó de una tarea a otra. Aschenbach, cómodamente arrellanado, incapaz de resistencia, excitado más bien y lleno de esperanza ante lo que le acontecía, veía en el espejo que sus cejas se enarcaban más pronunciadas y más uniformes, que sus ojos se le alargaban aumentando su brillo en virtud de unos ligeros toques de pintura en el párpado inferior; veía que hacia abajo, allí donde la piel había tomado un tinte sombrío de cuero, aparecía un carmín delicado; sus pálidos labios se coloreaban como fresas, mientras los surcos de las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos, desaparecían bajo la crema. Su corazón palpitaba estremecido, viendo aparecer ante sus ojos aquella renovada juventud. El peluquero se dio al fin por satisfecho, y, como es costumbre entre esa gente, dio las gracias a su parroquiano con humilde cortesía. «¿Ve usted qué fácil ha resultado? -dijo dando los últimos toques al tocado de Aschenbach-. Ahora puede el señor enamorarse sin reparo.» Aschenbach salió ebrio de felicidad, confuso y temeroso. Su corbata era de color encarnado, y su ancho sombrero llevaba una cinta de profusos colores.
Soplaba viento cálido, de tormenta. Llovía rara vez y en escasa cantidad, pero el aire era húmedo, pesado y lleno de olores putrefactos. El viento silbaba, azotaba, rugía. Aschenbach, febril, bajo su pintura, llegaba a creer que andaban por el espacio espíritus maléficos del viento, aves de mal agüero que venían del mar, que revolvían en su comida y la llenaban de excrementos. Porque con el bochorno se le había ido el apetito, y tenía la impresión de que los alimentos estaban envenenados con sustancias contagiosas.
Una tarde, Aschenbach se había hundido en el laberinto de callejuelas de la ciudad enferma. Su estado febril le hacía caminar desorientado. Las callejas, los canales, fuentes y plazuelas del laberinto se parecían demasiado unas a otras. Por eso procuraba no despistarse y se veía obligado a esconderse de un modo lamentable, oprimiéndose contra un muro, buscando protección tras algún transeúnte que le precedía, perdida ya la conciencia del cansancio y agotamiento en que habían sumido a su espíritu y su cuerpo su excitación sentimental y la perpetua ansiedad en que vivía.
Tadrio iba detrás de los suyos; en sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a sus hermanas, y caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para asegurarse con una mirada de sus singulares, ojos de ensueño de que Aschenbach los seguía. Veíalo y no lo denunciaba. Los polacos habían atravesado un puente ligeramente combado; la altura del arco los escondía a los ojos de su perseguidor, de tal manera que cuando éste llegó arriba, ellos habían desaparecido. Los buscó vanamente en tres direcciones, caminó adelante y a ambos lados del muelle angosto y sucio. El cansancio y el desfallecimiento lo obligaron a suspender sus pesquisas.
Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable, y se puso a buscar un refrigerio momentáneo. En una frutería compró fresas maduras del todo, y fue comiéndolas mientras caminaba. Un lugar atractivo y pintoresco se presentó de pronto ante sus ojos; se dio cuenta de que había estado allí unas semanas antes, el día que concibió su fracasado propósito de viaje. En medio de la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, en las escalerillas de piedra. Lugar de silencio, donde crecía la hierba entre las junturas del pavimento. Entre las casas viejas, de alturas irregulares, que rodeaban la plazuela, había una con pretensiones de palacio, con ventanas de arco en relieve y balcones, tras los cuales moraba el vacío. En la planta baja de otra de las casas había una botica. Ráfagas de aire cálido traían olor a desinfectantes.
Allí se encontraba sentado el maestro, el artista famoso, el autor de Un miserable, que en una forma clásica y pura renegara de toda bohemia y todo extravío; el que se alejó de lo irregular, condenando todo placer maldito; el que supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y, superando su saber y su ironía, gozó de la confianza de las masas. Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas. Sus párpados se habían cerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada, para ocultarse en seguida, y sus labios yertos, brillantes a fuerza de cosméticos, modulaban en palabras la extraña lógica del ensueño que su cerebro casi adormecido producía.
Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.
Algunos días después, Gustavo von Aschenbach, que se sentía mal, salió del hotel por la mañana más tarde de lo acostumbrado. Tenía que luchar con vértigos, sólo a medias corporales, acompañados de cierto terror violento, de cierto sentimiento de encontrarse sin salida y sin esperanza, y que no sabía claramente si se referían al mundo exterior o a su propia existencia. En el vestíbulo vio una gran cantidad de equipaje dispuesto para el transporte. Preguntó a un portero quiénes eran los viajeros y le respondieron que era la familia polaca por quien él se interesaba. Oyó la noticia, sin que los desfallecidos rasgos de su rostro se contrajesen, con aquella ligera inclinación de cabeza con que uno se entera distraídamente de algo que no le interesa, y preguntó: «¿Cuándo?» Le respondieron: «Después de comer.» Dio las gracias y se fue hacia el mar.
La playa presentaba un aspecto desagradable. Sobre la ancha y plana superficie de agua que separaba la playa del primer banco de arena, se rizaban estremecidas y tenues olas que corrían de delante hacia atrás. Otoño y decadencia parecían abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de colores, y en aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún sitio, descansaba junto al mar sobre su trípode, y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al viento.
Tadrio, junto con los tres o cuatro compañeros de juego que le habían quedado, corría a la derecha de su caseta; luego se puso a descansar en su silla de tijera, a mitad de camino entre el mar y la hilera de casetas, con una manta sobre las piernas. Aschenbach lo contemplaba por última vez. El juego, que no estaba ya vigilado, pues las mujeres debían de andar ocupadas con el equipaje, era más violento que de costumbre. Aquel chico robusto, con traje de marinero y cabello negro y liso a fuerza de pomada, a quien llamaban Saschu, excitado y cegado por un puñado de arena que le habían tirado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y comenzó una lucha que pronto terminó con la caída del polaco, que era el más débil. Después, como si en el instante de la despedida ese sentimiento de humillación que suele poseer el inferior se trocase en cruel brutalidad y quisiera tomar venganza de una larga esclavitud, el vencedor no dejó libre al vencido, sino que, apoyando sobre la espalda de éste sus rodillas, le oprimió la cara tan largo rato contra la arena, que Tadrio, a quien la caída había dejado ya casi sin aliento, parecía a punto de ahogarse. Sus intentos de desembarazarse de su opresor eran contracciones, que cesaban a ratos y sólo sobrevenían como una convulsión. Espantado, Aschenbach se disponía a intervenir en el instante en que el brutal Saschu soltó a su víctima. Tadrio, muy pálido, se incorporó a medias, y apoyándose en un brazo estuvo unos minutos inmóvil, el cabello en desorden y los ojos húmedos. Luego se levantó para alejarse lentamente. Sus compañeros lo llamaron alegremente al principio, luego temerosos y suplicantes. El moreno, que sin duda sintió en seguida el remordimiento de su falta, le alcanzó y quiso reconciliarse con él. Pero aquél lo rechazó con un movimiento de hombros. Tadrio se dirigió en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestía su traje listado con una cinta roja.
Deteniéndose al borde del agua, con la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimiento de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infinita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El contemplador estaba allí, sentado en el mismo sitio donde por primera vez la mirada de aquellos ojos de ensueño se había cruzado con la suya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de la silla, seguía ansiosamente los movimientos del caminante. En un instante dado se levantó para encontrar la mirada, pero cayó de bruces, de modo que sus ojos tenían que mirar de abajo arriba, mientras su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba.
Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.

FIN


Thomas Mann

No hay comentarios: