¡Un hijo, un hijo, un hijo!
Yo quise un hijo tuyo y mío,
allá en los días del éxtasis ardiente,
en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo
y un ancho resplandor creció sobre mi frente.
Decía: ¡un hijo!, como el árbol conmovidode primavera alarga sus yemas hacia el cielo.
¡Un hijo con los ojos de Cristo engrandecidos,la frente de estupor y los labios de anhelo!
Sus brazos en guirnalda a mi cuello trenzados;
el río de mi vida bajando a él, fecundo,
y mis entrañas como perfume derramadoungiendo con su marcha las colinas del mundo.
Al cruzar una madre grávida, la miramoscon los labios convulsos y los ojos de ruego,
cuando en las multitudes con nuestro amor pasamos.
¡Y un niño de ojos dulces nos dejó como ciegos!
En las noches, insomne de dicha y de visiones,la lujuria de fuego no descendió a mi lecho.
Para el que nacería vestido de cancionesyo extendía mi brazo, yo ahuecaba mi pecho...
El sol no parecíame, para bañarlo, intenso;mirándome, yo odiaba, por toscas, mis rodillas;
mi corazón, confuso, temblaba al don inmenso;¡y un llanto de humildad regaba mis mejillas!
Y no temí a la muerte, disgregadora impura;los ojos de él libraron los tuyos de la nada,
y a la mañana espléndida o a la luz insegurayo hubiera caminado bajo de esa mirada...
Ahora tengo treinta años, y mis sienes jaspeala ceniza precoz de la muerte.
En mis días,como la lluvia eterna de los polos, goteala amargura con lágrimas lentas,
salobre y fría.
Mientras arde la llama del pino, sosegada,mirando a mis entrañas pienso qué hubiera sido un hijo mío, infante con mi boca cansada,mi amargo corazón y mi voz de vencido.
Y con tu corazón, el fruto de veneno,y tus labios que hubieran otra vez renegado.
Cuarenta lunas él no durmiera en mi seno,que sólo por ser tuyo me hubiese abandonado.
Y en qué huertas en flor, junto a qué aguas corrienteslavara, en primavera,
su sangre de mi pena,si fui triste en las landas y en las tierras clementes,y en toda tarde mística hablaría en sus venas.
Y el horror de que un día, con la boca quemantede rencor, me dijera lo que dije a mi padre:
«¿Por qué ha sido fecunda tu carne sollozantey se henchieron de néctar los pechos de mi madre?»
Siento el amargo goce de que duermas abajoen tu lecho de tierra, y un hijo no mecierami mano, por dormir yo también sin trabajosy sin remordimientos, bajo una zarza fiera.
Porque yo no cerrara los párpados, y locaescuchase a través de la muerte, y me hincara,deshechas las rodillas, retorcida la boca,si lo viera pasar con mi fiebre en su cara.
Y la tregua de Dios a mí no descendiera:en la carne inocente me hirieran los malvados,y por la eternidad mis venas exprimieransobre mis hijos de ojos y de frente extasiados.
¡Bendito pecho mío en que a mis gentes hundoy bendito mi vientre en que mi raza muere!
¡La cara de mi madre ya no irá por el mundoni su voz sobre el viento, trocada en miserere!
La selva hecha cenizas retoñará cien vecesy caerá cien veces, bajo el hacha, madura.
Caeré para no alzarme en el mes de las mieses;conmigo entran los míos a la noche que dura.
Y como si pagara la deuda de una raza,taladran los dolores mi pecho cual colmena.
Vivo una vida entera en cada hora que pasa;como el río hacia el mar, van amargas mis venas.
Mis pobres muertos miran el sol y los ponientescon un ansia tremenda, porque ya en mí se ciegan.
Se me cansan los labios de las preces fervientesque antes que yo enmudezca por mi canción entregan.
No sembré por mi troje, no enseñé para hacermeun brazo con amor para la hora postrera,
cuando mi cuello roto no pueda sostenermey mi mano tantee la sábana ligera.
Apacenté los hijos ajenos, colmé el trojecon los trigos divinos, y sólo a Ti espero,
¡Padre nuestro que estás en los cielos!, recogemi cabeza mendiga, si en esta noche muero.
Gabriela Mistral
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